Tempus Fugit
Mariano Levat
El cargamento había sido confiscado por la policía aduanera del estado de Nueva York y ahora palidecía junto a centenares de cajas, tambores y embalajes de diverso aspecto y tamaño. Bártulos rústicos provenientes de la costa oriental de África, con texturas de varillas oleaginosas y ásperas, frente a primorosos packagingMade in Japan cruzados con flejes de hojalata que parecían aplicados por el curador de una galería de arte.
De Cuba, de la URSS y de China había también intrigantes cajas metálicas o enchapadas, con sus convenientes rótulos en rojo que decían CLASSIFIED ( a veces anteponiéndose un VERY-VERY e incluso un EXTREMELY).
El cargamento confiscado no hacía más de dos semanas presentaba un embalaje ordinario de madera clara, presumiblemente álamo, y estaba cruzado por dos flejes de metal ajustados por un zuncho del que pendía un precinto de estaño con la nomenclatura “141.25/9”.
Todavía no se habían llevado a cabo las investigaciones de rigor que se efectuaban para cada cargamento, por lo tanto la caja de madera clara no había sido aún sometida a rayos equis ni se habían tomado muestras de superficie para ser analizadas. Se podría decir que la llegada del Peugeot 403 azul marino con la identificación de la Embajada de Francia fue más que oportuna. El automóvil estacionó en el extenso parking del depósito de objetos confiscados y un guardia se acercó de inmediato más sorprendido que enojado.
–Oiga, no puede detenerse aquí.
El chofer negro no se molestó en contestarle porque en ese momento el pasajero que llevaba detrás abrió la puerta y se bajó.
–Buenos días, mi nombre es Jean-Marc Sadowsky –dijo en un perfecto inglés que sonaba al que se habla en Londres–. Vengo a retirar un cargamento.
Pasada la sorpresa el guardia ahora sí se enojó y desenfundó su Browning en un segundo.
–Mire amigo, esta es una repartición gubernamental a la que ni siquiera el FBI tiene acceso sin aviso previo, así que...
El francés que hablaba perfecto inglés extrajo una tarjeta color lila de su abrigo y se la enseñó.
–Oh –dijo el guardia volviendo a sorprenderse–. De acuerdo, pero tendré que hacer un llamado antes.
–Hágalo.
Quince minutos después un Citroën HY gris también con identificación de la Embajada francesa transportaba la caja de madera clara. El Peugeot 403 azul marino lo seguía detrás a poca velocidad.
–¿Cree que aún esté con vida? –preguntó el chofer con aire ingenuo.
Jean-Marc sonrió cómodamente sentado en el asiento trasero.
–Sin dudas.
–La caja no pesa nada, Monsieur Sadowsky, ¿no nos estarán tomando el pelo?, suponga que lo han sacado ya, que ya no esté ahí.
–Es obvio que la caja no pesa nada, Kuelgue, pero sé que está ahí.
–¿Cómo puede estar seguro?
–Porque el aire no pesa.
Un destello de luces fosforadas filtraba las estructuras grises del puente Williamsburg señalando los techos del Citroën HY gris y del Peugeot 403 azul marino que circulaban a muy baja velocidad. Muy pronto ambos vehículos desaparecieron en el ritmo impersonal del tráfico neoyorquino.
Aquella noche había sido fijada para la reunión que debía llevarse a cabo entre Jean-Marc Sadowsky, dos representantes de los llamados “Navegadores Lineales” y un artista plástico norteamericano.
El gobierno francés no se implicaría en esto. Bastantes problemas tenía ya De Gaulle para afrontar un posible altercado con los Estados Unidos, por eso su decisión esta vez fue darle total libertad a Sadowsky, y este estaba encantado de que así fuera. Sabía que podía tener algunos inconvenientes si se encontraba con viejos agentes de la CIA ya que podrían reconocerlo de aquellos sucesos ocurridos en Potsdam al final de la Segunda Guerra Mundial, pero en definitiva no serían tan suspicaces para relacionar a este joven de treinta y dos años con el mismo joven de treinta y dos años que había sido el peor dolor de cabeza de las inteligencias norteamericana, británica y soviética veintiún años atrás. A lo sumo les llamaría la atención el parecido físico.
El chofer pasó a buscar al artista plástico por su atelier de White Street a las diecinueve quince como habían acordado. Tocó el timbre y preguntó por el señor Newman y el propio Newman le contestó que enseguida bajaba. Era un hombre de unos sesenta años, algo calvo y algo canoso, que usaba un grueso mostacho, moño y monóculo. Kuelgue le abrió cortésmente la puerta trasera del auto y el señor Newman entró y se sentó. Viajaron en silencio durante unos minutos hasta que el chofer no pudo controlar su natural curiosidad africana.
–¿Es usted pintor, verdad?
–Así es.
–¿Por casualidad pinta usted con aire?
El artista quedó sorprendido por la pregunta.
–Francamente, pinto con óleo, y a veces con algunos otros materiales, pero me temo que no pinto con aire.
Ninguno volvió a abrir la boca hasta que el automóvil llegó a la calle 10 y se detuvo en la puerta del White Whale, un pequeño café consagrado a los talentos emergentes del jazz, como Don Cherry, Ed Blackwell, Cecil Taylor o el baterista que tocaba aquella noche a quien habían anunciado como Dennis Charles, acompañado por un trío poco convencional que incluía a un sitarista hindú y a un fagotista pelirrojo y pecoso que parecía recién salido de la High School.
Jean-Marc Sadowsky y dos mujeres mexicanas ya estaban sentados a la mesa bastante cerca de la diminuta plataforma que obraba de escenario. Kuelgue acompañó al señor Newman a la mesa, lo presentó a los demás y volvió al automóvil con evidente tristeza ya que hubiese deseado permanecer en el café y presenciar el número musical.
–Señor Newman –dijo el francés poniéndose de pie.
–Mis amigos me llaman Barney –sonrió el artista–. Puede llamarme así.
–Ellas son doña Lupe y su hermana Hilaria.
–No se moleste, pues –dijo la primera.
–¿Conocía usted este lugar?, me refiero al White Whale.
–No exactamente, pero he oído hablar del chico que toca la batería
–De modo que le gusta el jazz –sonrió Jean-Marc.
–Me gusta la buena música, y el jazz a menudo lo es. Pero le aclaro que lo que se escucha en estos cafés no es el jazz que tal vez esté usted acostumbrado a oír.
El francés lo miró sonriente.
–¿Se refiere usted a la New Thing?
–Ah, veo que está al tanto.
–Bueno, no quisiera entretenerlo demasiado y las señoras de hecho deben viajar a Sonora esta misma noche.
–Okey –dijo el señor Newman–. Por teléfono me dijo usted algo bastante difícil de... ¿cómo decirlo?, de asimilar, para utilizar un término moderado. Ahora, ¿qué es específicamente lo que le atrae de mis pinturas? Porque usted no me parece un coleccionista común y corriente, míster Sadowsky.
Jean-Marc sonrió y se tomó de un trago el tequila que le había dejado sobre la mesa una camarera latina.
–Créame, Barney: en mi vida he recibido muchos insultos, pero en efecto jamás me han llamado ni “común” ni “corriente”. Lo que me atrae de su pintura es que no tiene que ver con el espacio sino con el tiempo.
El artista lo miró con esa gravedad proveniente de la preocupación o de la culpa, como si de pronto se hubiera revelado un secreto muy íntimo jamás difundido, y apenas se limitó a asentir con la cabeza.
–Usted ha pasado gran parte de su vida estudiando botánica y filosofía –prosiguió el francés–. También ha ido a los parques a observar distintas especies de aves, tengo entendido que eso lo apasiona. Y asumiendo su tradición judía se ha interesado por Spinoza y por la cábala, ¿me equivoco?
El señor Newman meneó la cabeza al tiempo que se acariciaba el mostacho con el dorso del dedo índice.
–Veo que realmente ha investigado sobre mí.
Las mexicanas observaban en una especie de trance beatífico, inmóviles, como si no estuvieran respirando y sólo fuesen presencias incorpóreas. De pronto el baterista comenzó a ejecutar un poderoso ritmo aporreando el redoblante con aires de calipso, mientras el sitarista hindú repetía una y otra vez un mantra hipnótico y el fagotista pelirrojo y pecoso de aspecto escolar soplaba ráfagas de corcheas a intervalos irregulares.
–Seguramente ha oído hablar usted de los cabalistas de Chartres.
–He leído algo –dijo Newman pensativo–. Es curioso que lo mencione, tengo proyectado hacer un viaje a Europa el próximo año y espero visitar ese lugar. Usted es francés, supongo que ha estado en Chartres.
–En muchas ocasiones –asintió Jean-Marc–. Pero no se trata de cábala de lo que quiero hablarle, sino de caburés. Los ha observado en el Central Park, me imagino.
–Confieso que no, aunque sé que son aves nocturnas, pero jamás apareció una dentro de la circunferencia de mis prismáticos.
–Se equivoca –sonrió Jean-Marc–. Los ha estado viendo todo el tiempo; se parecen a los búhos, sólo que más pequeños y con plumas que se distinguen por una especie de aureola magenta...
–Yo sé lo que he visto, y jamás vi aves con esas características...
–Los ha visto, sólo que no reparó en ellos con atención. Doña Lupe los llama canecíes, y aletean tan rápidamente que el magenta apenas se percibe como una nube lila, sonrió recordando la tarjeta que sacó antes.
El artista pareció sentirse incómodo, miró maquinalmente hacia los costados como esperando algún trago que de hecho no había ordenado.
–No consigo comprender qué es lo que usted espera de mí, aparte de haberme ofrecido una interesante suma por tres de mis pinturas.
Jean-Marc Sadowsky sonrió satisfecho y miró a las mexicanas como esperando una opinión.
–¡Ándele! –exclamó doña Lupe en español–. ¡Está bien listo para el Mero-Mero!
La otra mujer asintió efusivamente. Previniendo que el señor Newman acabara juzgándolos como a tres dementes y se fuera enojado del White Whale, Jean-Marc lo tranquilizó.
–Estas señoras tienen algo en común con usted, con los artistas en general: saben ver. Y han visto en usted exactamente lo que yo suponía que usted tenía...
Un estruendoso aplauso suspendió de repente la conversación y las cuatro personas de esa mesa se sumaron también al aplauso colectivo.
Jean-Marc pareció recordar o mejor aun pareció descubrir algo que surgía de aquel aplauso.
–¿Sabe usted en qué lugar estamos ahora, Barney?
–En un café del Lower East Side, aunque no he retenido el nombre...
El francés y las mexicanas reprimieron una sonrisa temiendo que el señor Newman lo tomara como una burla.
–Cuando estalló el aplauso hace un momento, yo continué hablando pero usted no pudo escuchar lo que decía a causa del ruido, ¿no es así?
–Supongo que sí.
–Eso no significa que yo no haya continuado hablando unos segundos... ¿dónde estaban mis palabras entonces?
El señor Newman sonrió desconcertado.
–Aquí mismo, supongo.
–Aquí mismo, –repitió Jean-Marc–. ¿En este mismo espacio... o en este mismo lugar?
El artista plástico comprendió de inmediato que Jean-Marc Sadowsky no le estaba gastando ninguna broma y que de hecho hablaba muy en serio, sólo que no tenía la menor idea de lo que hablaba.
–De acuerdo –sonrió el francés–. Supongo que habrá oído hablar del aura, esa especie de resplandor que los artistas de la Antigüedad ya pintaban alrededor de las cabezas de los santos y las vírgenes...
La mesera latina se acercó a la mesa nuevamente para traer dos cafés a las mexicanas.
–Disculpen la tardanza –dijo en español–, es que ahorita hay mucho trabajo. ¿Desea usted algo, señor?
Barney negó con la cabeza. “Una aspirina”, pensó, pero no lo dijo.
–Veamos –propuso Jean-Marc como buscando un nuevo enfoque–. ¿Ha oído usted algo sobre las criaturas Qu?
Las mujeres mexicanas abandonaron instantáneamente su actitud beatífica y lanzaron miradas apremiantes al francés que nunca parecía perder su aplomo. El señor Newman, por su parte, se mostró reflexivo y distante unos segundos.
–Cuando pasé mi luna de miel en Concord recuerdo haber hablado con un tipo bastante extraño, una especie de chamán, quizá mexicano ahora que lo pienso... fíjese que había olvidado ese suceso hasta este momento... aquel hombre habló mucho de especies en extinción, mencionó algo sobre unas criaturas ¿cu... curadas?
–Qu –dijo Jean-Marc–. Simplemente Qu. Me alegra saber que comienza a recordar.
–En aquel entonces yo estaba en duda sobre qué camino tomar... me atraía mucho la pintura, el mundo del arte, pero también me llamaba la filosofía, el mundo del pensamiento...
–Algunos años después usted pintó un cuadro fundacional titulado Concord.
Barney asintió con serenidad, las mujeres mexicanas habían vuelto a serenarse también y hasta la música que improvisaba el trío de Dennis Charles era ahora más introvertida y envolvente.
–¿En qué lugar estaba usted entonces, Barney, puede recordarlo?
–¿Cuándo pinté Concord? En mi estudio de Nueva York, obviamente.
Las mujeres mexicanas negaron con la cabeza al mismo tiempo.
Jean-Marc las miró con un gesto fraternal, como pidiendo un poco de comprensión.
–El espacio físico seguramente era Nueva York –dijo el francés–. Pero el lugar... el lugar que ocupa desde entonces... no importa que usted lo ignore racionalmente, la Razón es uno de los virus que la Antigüedad nos legó para que estuviéramos ocupados, un banal impedimento...
–De hecho, –tosió Barney–, su compatriota Descartes la ha clavado a la historia con remaches de acero, que comienzan a oxidarse por cierto, metal al fin.
Las mexicanas asintieron como quien se lamenta ante un hecho trágico pero inevitable.
–De acuerdo, –dijo el artista después de respirar y exhalar profundamente–. ¿Tiene que ver todo esto con la dirección que ha ido tomando mi obra plástica desde Concord?
Doña Lupe buscó algo en su bolso artesanal adornado con guardas aztecas, sacó una hoja de periódico amarillento y viejo y se la dio.
–Vea eso –dijo Jean-Marc.
El artista desdobló la hoja buscando su monóculo en el bolsillo de la chaqueta y vio una fotografía suya de joven y debajo un epígrafe que decía “Barnett Newman seeks Mayoralty”. Sonrió asintiendo con la cabeza y encendió el primer cigarrillo desde que había llegado al café.
–Me postulé como candidato a alcalde de la ciudad de Nueva York en 1933, creo que todavía hay algunas ideas mías que se podrían poner en práctica.
–Probablemente no era ese lugar, –dijo Jean-Marc–. Aquel extraño sujeto que conversó con usted en Concord es alguien a quien las señoras conocen como...
–El Mero-Mero, –anticipó doña Lupe–. La hermana asintió automáticamente.
–Su obra, Barney, es algo que va más allá de las cualidades estéticas. Su obra es un mapa codificado por el cual es posible navegar, quiero decir, en un sentido absolutamente virtual, claro.
El señor Newman meneó confundido la cabeza.
–Cuando comencé a pintar, antes de Concord, ya me sentía abrumado por Nagasaki e Hiroshima... los medios no paraban de hablar de Hitler, los campos de concentración... pero aquí también tuvimos campos de concentración, ¿sabía usted eso?... para japoneses, civiles japoneses, y después la bomba atómica... Todavía hoy, 1963, me sigue abrumando ese otro holocausto del que no parece avergonzarse la prensa norteamericana...
La camarera latina volvió a acercarse a la mesa con otro shoot de tequila y lo dejó frente a Jean-Marc. Las mexicanas se pusieron de pie al mismo tiempo.
–El vuelo, –explicó doña Lupe recogiendo su bolso artesanal con guardas aztecas–.
Saludaron al francés y al norteamericano con una leve inclinación de cabeza y abandonaron el lugar.
–Desde hace muchos pero muchos años intento conectar a determinadas personas con determinados lugares, –dijo Jean-Marc en voz muy baja contemplando fijamente el vasito de tequila.
–Vamos, no han de ser tantos años, –sonrió Barney–. No parece mayor de treinta.
–He puesto tanto empeño en esa tarea que pareciera que llevo una eternidad haciéndolo.
El norteamericano descabezó la brasa de su cigarrillo en un cenicero de cerámica y guardó su monóculo en el bolsillo de la chaqueta.
–No deseo vender mis pinturas, lo siento, –dijo con una suave convicción.
El francés no pareció sorprenderse.
–Puedo comprenderlo, –reconoció antes de empinar el shoot de tequila.
–Ese jovenzuelo que tiene de chofer me preguntó si yo pintaba con aire, eso sí que tiene gracia, comentó Barney pensativo.
Jean-Marc lo miró fijamente unos segundos fingiendo que no sentía una secreta admiración por aquel artista casi desconocido para el gran público.
–Usted pinta con aire, Barney, sólo que todavía no se ha dado cuenta.
Otra vez estruendosos aplausos interrumpieron la conversación y el norteamericano aprovechó para ponerse de pie, decir que ya debía irse y declinar la oferta de que el chofer lo llevara de regreso a casa. Ninguno de los dos prestó atención al comentario que hizo Dennis Charles sobre el tema que acababan de tocar: “Tempus Fugit”, gritó el baterista, “¡La sangre arde en mis venas cada vez que toco este temaso de Bud Powell!”.
Cuando un rato después Jean-Marc entró al Peugeot 403 azul marino, Kuelgue le dijo que no había visto salir al señor Newman del café.
– No hay problema, se ha ido por su cuenta. Déjame conducir, ¿quieres?
–Oh, sí, Monsieur Sadowsky, me encanta cuando usted conduce, me encanta ir en el asiento de atrás mirando.
Cambiaron los lugares y enseguida el Peugeot 403 azul marino se mezcló con la ráfaga de corcheas Lincoln, Ford, Dodge, Buick, Chevrolet y Cadillac que soplaban las calles de Nueva York hacia todas las direcciones.
–Me preocupa el destino del cargamento, –pensó Kuelgue en voz alta.
–Despreocúpate. La caja ya va camino a Sonora y está en buenas manos.
Kuelgue suspiró feliz y sonrió al ver un vendedor de globos multicolores y brillos que rebotaban en las vidrieras a través de la ventanilla.
–¿Le explicó finalmente al señor Newman el motivo de su visita?
Jean-Marc sonrió serenamente y lo observó por el espejo retrovisor.
–¿Explicar? Sabes bien que detesto dar explicaciones.