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Tasa de cambio

Guido Herzovich


“Difícil perdonar que te caguen guita”, dijo el taxista antes de contarme la historia. Yo le acababa de decir que en una pizzería de Almagro, donde me había subido, nos habían querido cobrar dos cervezas y una pizza de más. Como éramos ocho, cundió el pudor de hacer números; dividimos el total en partes iguales y juntamos la plata. Yo conseguí despertarme del entumecimiento social en el último instante.

–Bancá. ¿Qué cobraron?

La historia del tipo tenía una moraleja bastante distinta. Desde su atrio privilegiado tal vez la había contado cien veces. La dosis de truculencia, que es el vino y la sal de los vaivenes de la acumulación, es sabido que las clases medias suelen pedirla en el taxi. Raramente se hacen robar o violar, de vez en cuando tratar como el culo; lo más común es que pidan y obtengan historias.

La que me contó el taxista era del género 2001. El tipo había trabajado en habilitaciones eléctricas antes de tomar este nuevo oficio. Cuando un edificio está casi terminado, según entendí, hace falta un electricista matriculado que habilite la instalación antes de dar propiamente luz. Me recordó que la construcción había caído en picada en los meses largos antes del estallido; había edificios casi a punto que se estacaban indefinidamente en las últimas etapas. Entre tanta malaria apareció uno de estos nuevos edificios con amenities, que entonces no eran tan comunes como ahora. Los cuatro socios que conformaban su empresita, cosa rara porque en general se dividían y subcontrataban ayuda, trabajaron juntos para habilitar todo en una semana; apuro extraño, porque faltaban demasiadas cosas de terminación. Al dar luz la instalación explotó.

Les hicieron juicio; los abogados arreglaron en mediación. Durante el litigio, el constructor congeló los trabajos, se declaró atado de manos frente a los inversores, consiguió una prórroga impositiva. Los cuatro quedaron convencidos de que habían sido estafados por 200.000 dólares. Dos años después, cuando él ya manejaba el taxi de su cuñado, los otros tres vinieron a buscarlo con una idea: cruzar a Uruguay, donde vivía ahora el constructor, a darle un susto. Tuvo suerte de que era el cumple de quince de la hija de su mujer: se dejó convencer, terminó declinando. No viajó. El tipo debía ser un pesado de verdad, piensa el taxista, porque los otros tres nunca aparecieron.

Mis hermanos y yo llevamos casi tres años invirtiendo en uno de esos edificios con amenities que ahora se volvieron tan comunes en Buenos Aires. Queda en Paternal, si no me equivoco. Entiendo que se trata de una cooperativa: los inversores aportan desde la adquisición del terreno, y cuando está listo obtienen un departamento por poco más que el precio de costo. Estamos comprando un ambiente, más la parte proporcional de la pileta, el jardín, el SUM y las dos parrillas. Nos prometen que se va a vender por el doble de lo que terminemos poniendo.

Tardé varias semanas en decidirme a entrar. Mis hermanos –que necesitaban un tercer inversor– alternaron entre la persuasión razonable y el psicopateo (uno de ellos) y la autovictimización (el otro). No sabría decir qué funcionó. Transferí en dólares la primera parte de la guita a una cuenta en Uruguay y a los dos días cruzaron en Buquebús a buscarla.

Como no habrá herencia, siempre pensé que la armonía familiar no corría peligro. Las veces que volví a Buenos Aires desde que empezamos a invertir –cada rigurosos doce meses, por estrictas dos semanas– sentí que les molestaba sentarse conmigo a hacer cuentas. No se me ocurrió ni por un segundo que me quisieran cagar. Me pareció de rutina: seis ojos pifian menos que cuatro. Además están las fluctuaciones del dólar, que hay que revisar retrospectivamente mes por mes, porque la cuota es en pesos. A cambio de estar lejos, ajeno al tramiterío y a no sé qué otras cosas que ellos imaginan (acaso bien) que me estoy ahorrando, parecían pensar que yo les debía indulgencia. Ahora viajo con la cifra que me pidieron para las últimas cuotas, que es bastante más de lo que me habían dicho al principio, dicen que por la inflación. Les dije en un mail en postada que fueran “pelando facturas!!!”. Me respondieron que papá tiene un bulto en la ingle y que el mismo martes en que aterrizo van a estar los resultados de la biopsia.

Supongamos que antes de fin de año a papá se lo llevara una bolita en la ingle, me puse a pensar: resulta una máquina de destilar veneno, hace metástasis frenética y, con total discreción, lo succiona y en tres meses escupe el cuerpo que parece charqui. Entremedio yo vuelvo al país una vez, cuatro días de jueves a domingo porque un prurito absurdo (pero verosímil), que refiero a veces como sensatez y a veces como optimismo (depende quién pregunte), me impide ausentarme de mis clases. Es ingrato el primer año de un assistant professor; somos un college pequeño y hay que poner el hombro; además yo quiero tenure y ganar un día veinte mil más, porque espero una hija. Es posible que la culpa, mi propio veneno, me haya paralizado durante esa visita: de noche no duermo pero de día parezco insensible; me preguntan por la hija y hablo del privilegio –que yo no tuve– de criarse en una casa con jardín. Entiendo que me acusan de ingrato; que papá desde el sillón, donde sigue como un zombie el teatro de títeres de la realidad nacional, me ve como un fantasma. Entiendo que la enfermedad aceleró un quiebre que se venía produciendo desde que me fui: el yo que era su hijo primogénito coaguló en la imagen de un niño eterno, mientras que el cuerpo adulto, el aplomo en el dominio motriz, la voz pausada y el castellano más neutro que me salen ahora le resultan ajenos. Dos semanas al año, durante tantos años, apenas hicieron mella; ahora se les escapan con todo lo otro incluso los rastros más ostensibles de la transformación. Mis hermanos, en cambio, parecen verme casi totalmente cambiado.

Todo cuesta caro: el tratamiento, la enfermera, la cama ortopédica. Hay consenso de que a mí, que no pongo esfuerzo, tiene que tocarme la parte del león. Opera también una actitud supersticiosa ante la divisa, que hace equivaler la diferencia numérica a un dominio mágico de la moneda más fuerte. Les explico lo que me cuesta la hipoteca y el plan de salud; lo que voy a pagar de guardería; la cantidad que debería ahorrar por año para mandar un día a su sobrina a la universidad. Les recuerdo que viajar a Buenos Aires tres veces en un año –“si llegara a pasar algo”– me va a enquilombar el presupuesto. Los ofende que tenga la frialdad de planear lo peor.

Los gastos de la enfermedad se acumulan y el edificio sigue sin terminar: en ambos casos las razones me parecen deliberadamente imprecisas, pero como se me sospecha capaz de llenar sobre el féretro paterno su libreta de almacenero –exagero...–, hago apenas comentarios elípticos con la esperanza de que suelten prenda. En el mejor de los casos me reprochan la sorpresa:

–Claro. En un país en serio...

Llamo sin falta cada domingo al mediodía. Mamá está siempre cariñosa, conmovida, decidida a no hablar conmigo de nada concreto. A falta de futuro, se dedica a reescribir la memoria familiar. Los abuelos, hijos de inmigrantes, privilegiaron la acumulación y dejaron la cultura para los momentos de ocio. Ellos se entregaron al saber y a la transformación social y sufrieron la persecución política y la pauperización neoliberal. Nosotros somos la generación del realismo, obligada a resignar en todos los frentes, más sensata, mejor preparada... Otras variantes me enternecen menos y consigo olvidarlas. A veces reprimo bien.

¿Sería posible que yo acabara por no viajar para el entierro?

Supongamos que llegue el receso de invierno y papá siga siendo el testigo candoroso y disminuido de lo que le ofrecen la familia y la televisión. Dudo si visitarlo: quiero verlo vivo, pero no se deja sola a una embarazada en el octavo mes; me siento obligado a hacer buena letra, pero mis hermanos me piden para gastos una cantidad de plata que me parece absurda; debería publicar tres artículos antes de que termine el año académico si quiero salir algún día de ese pueblo de mierda; estoy cansado, contracturado, tengo un brote de alergia (me pican los ojos, me moquea todo el día la nariz) y ganas de fumar porro y encerrarme a ver a los Monty Python.

Viajo seis días. Voy del invierno más crudo a un calor agobiante, que inmoviliza todo menos el proverbial ingenio de los porteños: uno de mis hermanos tiene suegros con pileta en Bernal, donde ahora prácticamente vive; el otro se va al día siguiente a acampar a Mar Azul. De vuelta en remís desde el aeropuerto, mamá llora y me pide que me quede con papá: necesita “cuarenta y ocho horas de desconexión” –así dice– y se le ocurrió que podría ir tres días a Tandil, donde vive su mejor amiga desde los años de la crisis. Como compré pasaje a último minuto, como estuve a punto de no venir, nadie se siente obligado a sostenerme la vela.

De a ratos miramos tele los tres, con la enfermera, pero la mayor parte del tiempo yo avanzo con un artículo o agarro al azar libros de mi vieja biblioteca, que me resultan muy familiares al tacto pero desconocidos a la lectura. Tomo café con algunos profesores amigos: se quejan; intentan convencerme de que hice bien en no volver. Desconfío, pero a la vez me alegra haber elegido un país donde el pacto social prohíbe la queja. La queja también es venenosa.

Papá parece uno de esos sacos baratos que han perdido la forma después del primer lavado. (Yo usaba uno de esos hasta que mi advisor me sugirió comprarme otro antes de un job talk.) Ya no cambia de canal, y a veces le oímos comentarios inesperados sobre la situación política, que no sé si adjudicar al temor de un hombre enfermo o al de las clases medias argentinas, que afila –eso dicen– la televisión. En una tanda me pregunta si ya elegimos nombre. Le digo que nos cuesta decidir. “Deberían ponerle el mío”, me sugiere, así como a él le pusieron el de su abuelo, que murió dos meses antes de que naciera. Sin pensar, sin darle mayor importancia, le recuerdo que va a ser nena. Papá –que nunca movió un músculo para delatar un chiste, que ahora que perdió el bigote anda mostrando un obsceno labio que tiembla– me aclara en voz bajita varios minutos después:

–Te lo decía en broma...

Mi última noche en Buenos Aires cenamos los cinco. Hace un calor insoportable: tenemos un turbo a cada lado de la mesa, además del ventilador de techo. El barullo me anestesia hasta las ganas de pedirles las facturas. Por alguna razón termino hablando de la nena: de cuánto va a costar la niñera, cuánto la guardería, cuánto el jardín de infantes.

–Por eso –explico al final compungido– es que necesito vender.

Pero mis hermanos se han convertido en muñecos de cera. Papá tiene varias constelaciones de miguitas de empanada desparramadas sobre el suéter azul: en el azur, brillan las miguitas de empanada... Mamá está dispersa. Para reconectar, frota regularmente una mano ajena que le quede cerca. A mí, por suerte, me tocó la otra cabecera.

Cuando lo peor finalmente ocurre, mi hija no cumplió todavía tres semanas. Llamo enseguida a mis hermanos para compartir la tragedia: lloro porque estoy triste y porque estoy solo y porque necesito que lloren conmigo. Pero los dos se niegan: hay consenso de que estaba sufriendo, eso no era vida y es mejor así. No cayó ningún bebé de pecho por el hueco de un ascensor. Una vida plena se ha cerrado sobre sí, dejando para la especie otras tres vidas completas: tres oficios terrestres (dos salarios y un monotributo), tres parejas heterosexuales en condiciones óptimas de multiplicarse (una con jardín, otra con pileta), un modesto aliento para la industria cervecera. Entregarme al drama es otra indulgencia que me permito porque no estoy ahí, viviendo el día a día. Bancando.

¿Pido reemplazo para mis clases? ¿Llego a comunicarme con el dean? ¿Averiguo pasajes? ¿O me doy cuenta enseguida de que no voy a viajar? Puede que pida, llame y averigüe buscando excusa. Porque tampoco mi novia intenta retenerme: justo su hermana está de visita, que encima es pediatra (¿por qué no? Hay pediatras). Todo el día actualizo como un psicótico la página de Aerolíneas Argentinas, pero a media tarde siguen teniendo pasajes para esa misma noche. Me contempla por la ventana el locus amoenus del campus universitario: suaves colinas que no ocultan nada, jóvenes que día a día dan interés.

Si llegara a decidir no viajar, y a vivirlo como un acto de coraje, como una afirmación de orgullo y autonomía –única manera de no viajar–, llamaría de todos modos con una excusa que nadie puede creer. ¿Protestarían? ¿O contestarían ofensa con ofensa, intentando despreocuparme?

¿Sería posible por fin no viajar? Parece improbable, pero es difícil prever dónde se tiene el corazón.