×

Estética de la disección

Rodolphe Bacquet


No es que las calles de Florencia carezcan de encanto, pero pasearse por ellas puede volverse rápidamente insoportable. El visitante deseoso de admirar con sus propios ojos los frutos del Renacimiento italiano en su auténtica cuna debe ante todo saber andar a los codazos. Generalmente está prevenido, pero, por desgracia, de ninguna manera desalentado. Las colas desbordantes para entrar al Duomo o a la Galería de los Oficios ya deberían anunciar la multitud que lo acompañará una vez cruzada la puerta de entrada. Antes de ser un esteta, si se pretende contemplar las obras de Rafael, Giotto, Uccello y Miguel Ángel, conviene no tener agorafobia.

Sin embargo, con sólo cruzar el Ponte Vecchio (bastante ocupado también, hay que decirlo) y seguir derecho hacia el sur, uno se encontrará solo, o casi solo, frente a obras excepcionales. Pronto se llega a la altura de un portón; hay que tener en claro lo que se está buscando o haber distinguido la simple placa allí dispuesta, no muy diferente de la de un dentista –incluso menos llamativa– para saber que se trata de la entrada de la Specola: en esta calle de veredas estrechas, ninguna cola de turistas le advertirá que ha llegado al más antiguo museo de historia natural de Europa.

Reliquias terrestres

La Specola –“el observatorio”– es a la vez el último avatar del espíritu renacentista y el primer museo científico moderno abierto al público. Los Medici, que fueron de los más famosos mecenas de la historia del arte, fueron también, desde fines del siglo XVI, protectores y coleccionistas lúcidos en diversas áreas científicas, como la botánica y la astronomía –su “protegido” más ilustre era nada menos que Galileo.

Un par de siglos después, las obras de Galileo habían dejado de considerarse heréticas y el gran ducado de Toscana estaba en manos de los Habsburgo. Entonces, con el objetivo de reunir en un mismo lugar las colecciones científicas de la ilustre dinastía anterior, pero sobre todo con el de volverlas accesibles al común de los mortales, Pedro Leopoldo de Habsburgo Lorena abrió este museo, nuevo en su tipo, en 1775, es decir, en la huella de la publicación de L’encyclopédie de Diderot y d’Alembert, y concretando como ellos el ideal de democratizar las ciencias.

Hasta entonces, los gabinetes de curiosidades, es decir, los ancestros de los museos que conocemos hoy, y, más generalmente, las colecciones científicas privadas, sólo eran accesibles a los doctos, los ilustres y los cercanos a sus respectivos propietarios. Por primera vez en Europa, la única condición para descubrir fósiles antediluvianos, especímenes naturalizados y clasificados según Linné, o los instrumentos con los que Galileo observaba el cielo, reposaba en el mero deseo del visitante. La Specola proponía una mirada, una lectura del mundo, que se apartaba de la visión que daban los únicos lugares públicos habituados a la exégesis: las iglesias. Se contaron siete mil visitantes en el año 1775. Sin duda, más que hoy.

Ya que hoy, la única multitud que se agolpa en este lugar es la de su población de esqueletos y de animales embalsamados: el hipopótamo, antiguo pensionario del Jardín de Bóboli, encontró refugio tras una vitrina; la momia de un cocodrilo del Nilo cambió su tumba egipcia por un sarcófago de vidrio; reptiles, peces y anfibios se decoloran en sus frascos de formol. La rutina, dirá usted. Pero espere.

En la Specola encontrará, en verano, las únicas salas sin turistas y con aire acondicionado –lo que ya de por sí es una doble y considerable ventaja–. El aire acondicionado, hay que decirlo, no es aquí lujo: los tesoros que guardan estas salas podrían fundirse bajo el calor de los tórridos veranos toscanos.

La más importante colección de ceras anatómicas reposa aquí desde hace más de doscientos años.

La ciencia y el pavor

Cuerpos desollados, miembros cortados, cerebros en tajadas, mujeres encintas destripadas justo antes del parto, órganos frescos, extraídos y cuidadosamente recortados, cráneos abiertos con los ojos desorbitados, colonias de fetos detenidos en los diversos estados de su desarrollo se ofrecen al visitante; barbaries bien ordenadas, en una museografía que oscila entre la clasificación sistemática y el manierismo más asumido.

Acusar a esta fantástica colección de “pequeña galería de horrores” sería ya un homenaje al arte de sus autores, puesto que está compuesta exclusivamente de cera y de resina. En el fondo, dichas figuras no tienen nada de humano: ni un sólo tejido momificado, ni un sólo órgano en frasco, ni un sólo hueso las componen. En el fondo, no. Pero en su forma, su textura, sus colores, sus volúmenes, nos devuelven un espejo pavoroso y fascinante.

Las ceras anatómicas de la Specola no son el legado en desuso, cómodo y edificante, de alguna academia de medicina: son parte del proyecto de museo científico universal que el gran duque Pedro Leopoldo confió a Felice Fontana, físico y anatomista. Las mil cuatrocientas piezas que conserva el museo –es la colección más importante del mundo de este arte, la ceroplastia, que se desarrollará en el siglo siguiente– constituyen una suerte de viaje sugestivo de exploración tridimensional del propio cuerpo del visitante. En cuanto este entra en la primera sala, se lo invita (o se lo obliga) a revivir su nacimiento –más aún, su desarrollo como feto– y a anticipar su muerte, incluso la descomposición metódica de su envoltura terrestre, deshecha, desarrollada en capas sucesivas, cutánea, nerviosa, muscular, ósea. Es imposible pasar ante estas formas, a la vez familiares y violentamente extrañas, como se pasó hace un cuarto de hora delante de las vitrinas de los coleópteros: ahora somos nosotros los que estamos sujetados por alfileres y disecados, y vemos lo que, de ordinario, es invisible, lo que nuestra mente no contempla sin una espontánea repulsión –en otras palabras, quebramos un íntimo tabú.

Dicho tabú fue alguna vez social y moral. Aunque la Iglesia no lo proscribía, había en él algo antinatural y transgresor, incluso para los ojos de ciencia: la disección de cadáveres humanos era una operación diabólica. Significativamente, uno de los primeros en romper ese tabú va a ser un italiano, la encarnación misma del Renacimiento, tanto por su dimensión artística como científica: Leonardo Da Vinci. Muy discretamente, Da Vinci habría así disecado unos treinta cadáveres entre 1489 y 1519 (a razón de uno por año) y realizado de ellos una serie de dibujos muy detallados que nos muestran el interés que tenía por la ingeniería del cuerpo1. Obras guardadas bajo sellos por Da Vinci, que reflejan una vez más su espíritu universal y vanguardista: es en la época moderna cuando tiene lugar el primer caso documentado de disección humana con fines puramente científicos. Hasta entonces, para ver lo que escondían nuestras entrañas, había que conformarse con los campos de batalla, y para comprender la mecánica interna del cuerpo humano, referirse a Galeno, cuyas observaciones se basaban en la vivisección de macacos y algún otro primate.

En el siglo XVI salta el tabú. La disección de cadáveres humanos permite a la medicina progresar considerablemente (cometiendo algunos errores, al pasar), y se vuelve una etapa obligatoria de los estudiantes de medicina; una de las muestras más memorables de este cambio es obviamente La lección de anatomía del doctor Tulp, de Rembrandt. Como las costumbres lo admitían al principio, se trataba de la disección del cuerpo de un condenado a muerte –cuya profanación física (la única socialmente justificada) implicaba una doble pena simbólica (de manera más constructiva que la simple exposición de su cabeza cortada), o bien una redención post mortem al servicio de la sociedad.

Pero, más aún, y como prueba de que la sociedad europea había, en este campo, efectuado un giro de 180º: dichas disecciones se volvieron públicas. Espacios circulares con gradas se crean específicamente para tales demostraciones magistrales: el médico practica la disección en el centro, en la parte inferior del salón, mientras que el público lo observa desde los escalones, como en una especie de coliseo morboso.

Las ceras anatómicas desarrolladas por Felice Fontana, en este sentido, constituyen un progreso, tanto para el fin como para los medios: ya no se necesitarán cadáveres reales –salvo para la observación y la creación de los modelos– y, sobre todo, la disección se vuelve perpetua, accesible y virtualmente ilimitada para todo tipo de público y en el tiempo.

Para concretar este increíble proyecto de atlas anatómico en tres dimensiones, Fontana recurre a artistas modeladores, Giuseppe Ferrini y luego Clemente Susini, que trabajan a partir de ilustraciones anatómicas de Paolo Mascagni, pero también de moldes hechos sobre cadáveres del hospital Santa Maria Nuova de Florencia (actualmente en actividad); se monta un verdadero taller que se mantendrá activo hasta fines del siglo XVIII.

Limbos anatómicos

Las obras de este taller –ya que son auténticas obras de arte– constituyen una lección de anatomía permanente, entregada sin manual y necesariamente indescifrable a primera vista: primero es necesario afrontar el choque de la confrontación. No se recorre impunemente este desborde metódico de miembros cortados y de órganos expuestos, que provocan tal confusión que pueden fácilmente ser tomados por los restos de una masacre o los estigmas de trabajos científicos abandonados.

Para sobreponerse al choque, pero también para superar la fascinación morbosa, hay que aprender a leer: este desollado de pies a cabeza, en posición semiacostada, representa las venas y los vasos linfáticos; este otro, directamente acostado –como vencido– presenta las grandes vías linfáticas; su homólogo, casi un hermano mellizo, permite situar el sistema completo de la circulación sanguínea; este cerebro, cortado en sentido horizontal, devela las conexiones nerviosas del hipocampo; ese perfil devastado ofrece una vista frontal del nervio trigémino.

El objeto de las más violentas pasiones se vuelve el de los conocimientos más específicos: la lectura de los nombres, el aprendizaje a la vez de un sistema completo –de su principio general como de sus ramificaciones detalladas– y la observación crítica transforman al objeto transgresor, intolerable y pasmoso, en ejemplo de un capítulo de manual de anatomía. Nos conmovió un paisaje y henos aquí, descifrando un mapa.

Evidentemente, no todo es exacto en estos mapas tridimensionales que tienen más de doscientos años. Los vasos linfáticos modelados aquí en contacto con el cerebro, en realidad, no existen. El progreso en las imágenes médicas y en los conocimientos anatómicos hace que tal o cual detalle resulten caducos, pero ello no desacredita de ninguna manera la proeza que constituye su presentación. Puesto que, a pesar de todo, algo hay aquí que se resiste a la ciencia, a la lectura especializada y erudita. Ese algo que persiste en hablarnos de otra cosa que no es sólo cera y anatomía, pese a nuestra conciencia en este sentido.

Es, obviamente, el arte. Y no hablo aquí solamente del talento de los ceroplásticos que lograron recrear el grano de la epidermis, la textura de los órganos, con una precisión y una presencia perturbadoras, como si estuvieran vivos o recién extraídos de un cuerpo. Hablo de una visión artística deliberadamente impuesta a la visión científica, y que les da, a alguno de esos sujetos, una ambigüedad estética perfectamente concebida.

Las ceras anatómicas –en especial aquellas que representan individuos enteros– no se presentan bajo la forma de cadáveres disecados: se ofrecen a la mirada en posturas y actitudes vivas. Este descansa, aquel parece padecer un brusco acceso de dolor. Nuestro desollado que presenta las venas y los vasos linfáticos superficiales posa como una escultura de Miguel Ángel. Todos ellos gesticulan o bien toman posturas o incluso expresiones de personas vivientes; es decir, tienen actitudes realistas (e incluso amaneradas) y al mismo tiempo propiamente irreales para hombres y mujeres desollados, enervados, degollados.

De alguna manera, nos recuerdan que nunca estuvieron vivos, ni tampoco muertos, inmersos en un limbo entre esos dos estados –o más bien, que no pertenecen a ninguno.

Hay aquí, ciertamente, una coexistencia contradictoria solo comparable con el gato de Schrödinger; pero eso no es todo. Esta observación plástica, casi antinatural de lo que es, empero, profundamente natural (en el sentido propio como en el sentido figurado), se efectúa recordando permanentemente lo artificial del objeto, gracias al arte. El objeto –o el sujeto, aquí también la confusión cuántica aparece– que más se ofrece a la mirada, concomitantemente artificial y humano, es una obra que sabemos creada por Clemente Susini: representa una mujer acostada con los ojos abiertos. Su vientre se levanta como un capot y se puede, a partir de allí, desojar metódicamente sus entrañas, como una muñeca rusa. Se encuentran primero las paredes del tórax y del abdomen, luego se descubre el corazón, los pulmones, las curvas del intestino delgado recubiertas por el epiplón mayor, antes de llegar al corazón, los vasos coronarios... Ablación tras ablación, aparecen el estómago, el hígado, el duodeno, las glándulas suprarrenales, el útero y, para terminar, el feto –Kinder surprise.

A medida que se desmontan las vísceras de este maniquí –desmontaje imaginario, ya que este cuerpo de mujer embarazada reposa en su sarcófago de vidrio–, uno queda estupefacto con la expresión lánguida, como adormecida, de su rostro, y con la postura sensual, casi erótica de sus piernas, como una amante dispuesta, en su lecho, esperando a su amado. Parece ser vuestra enamorada, y resulta que es vuestra madre. La madre y la puta. Lleva puesto, efecto realmente perverso, un collar de perlas; pero, perversión más vertiginosa aún, sus rasgos hubieran podido haber sido pintados por Botticelli –es Venus destripada–. En este único modelo, Susini comete toda una serie de transgresiones: transgrede nuestras entrañas, una diosa de la fertilidad y la historia del arte. Transgresión íntima, original, incestuosa, religiosa y estética.

Pasolini no está muy lejos.

Traducido del francés por Gustavo Potente

  1. Laurent Lemire, Ces savants qui ont eu raison trop tôt [Esos sabios que muy tempranamente tuvieron razón], París, Taillandier, 2015.
Laurent Lemire, Ces savants qui ont eu raison trop tôt [Esos sabios que muy tempranamente tuvieron razón], París, Taillandier, 2015.