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Seis perros

Mario Bellatin


Habito en la Colonia de Alienados de Etchepare. Allí mismo, donde los recluidos convivimos con jaurías de perros salvajes que parecen ser imposibles de erradicar. Los grupos de ayuda animal protestan cada vez que las autoridades tratan de tomar medidas para impedir que los canes ataquen a nuestros compañeros. De cierta manera, todos aquí somos considerados pacientes. Los perros aprovechan para matarnos a mordiscos. Principalmente a los internados con problemas de ubicación. A quienes de pronto ignoran dónde se encuentran recluidos, y salen sin más en medio de la noche hacia el bosque que rodea los pabellones. Pero nosotros, los ciegos y sordos, somos diferentes. Nos encontramos hospedados en otro punto de la Colonia de Alienados Etchepare. Somos parte de un grupo de sordos, ciegos y mudos que, ignoramos las razones, nos hallamos recluidos en una institución pensada originalmente sólo para dementes. Quizá para que no se hagan demasiadas preguntas con respecto a nuestra permanencia en un lugar semejante, de vez en cuando nos mantienen ocupados con algunos cursos que nos dicta un grupo de maestros invitados. El último lo llevó a cabo un escritor que, descubrimos luego de tratarlo, era un sujeto carente de talento. Fue la conclusión a la que llegó el grupo después de su intervención: que se trataba de un escritor fracasado. Las autoridades de la Colonia de Alienados de Etchepare nos trajo a un escritorzuelo, para colmo físicamente deforme –le faltaba un brazo–, con el fin de que nos impartiera un curso luego del cual supuestamente íbamos a ser capaces de redactar, de allí en adelante y sin necesidad de abandonar el lugar donde nos hallábamos recluidos, nuestros propios libros. El sujeto llegó con la idea de lograr que entre los miembros del pabellón creáramos un texto en conjunto, a manera de ejercicio previo para lograr que nos considerásemos escritores como su persona. Yo estoy internada aquí junto a mi hermano Isaías, quien es también ciego y sordo como yo. Pero a diferencia mía, Isaías no ve ni escucha. Yo, en cambio, soy ciega como mi hermano pero algo puedo llegar a oír. A partir de una colecta pública que se organizó se logró que me sometieran a una operación de trasplante cloquear, que es como se conoce a la implantación de un aparato en uno de los oídos que amplifica millones de veces los sonidos alrededor. Es por ese motivo que algo consigo escuchar. En cambio, para mi hermano Isaías no fue posible conseguir los fondos para una intervención semejante. Isaías es por eso hasta ahora ciego y sordo a la vez. Mientras tanto, mi trasplante debe servir para los dos. Esa fue la orden que dio nuestra madre luego de que me repuse de la operación. Es por eso que más que un par de ciegos y sordos que siempre andamos juntos, para muchos somos considerados una suerte de hermanos siameses. Debemos estar unidos el uno al otro en todo momento. Yo llevo cargada del cuello, atada con una cuerda gruesa, una computadora portátil donde voy anotando todo lo que va sucediendo en la vida cotidiana. Lo que escucho a lo largo del día. Esa computadora está conectada al aparato de Braille electrónico que Isaías lleva siempre consigo entre las manos. Se trata de un instrumento en forma de tubo en donde se van activando señales según presione yo las teclas de la computadora. Es de ese modo cómo mi hermano Isaías se ha ido enterando a lo largo de todo este tiempo de los pacientes muertos a mordidas por los perros salvajes que habitan en los bosques de la Colonia de Alienados Etchepare. De las marchas que de vez en cuando organizan en las afueras de la institución los grupos de defensa de la vida animal con el fin de impedir que la autoridades acaben con las jaurías. Le he contado según este sistema a mi hermano Isaías que jamás nadie ha reclamado por la muerte de los locos. De este modo también –mandando señales a su aparato Braille por medio de la computadora que traigo colgada del cuello– le fui explicando los pormenores del curso que nos impusieron cierta mañana de primavera. Recuerdo que el escritor frustrado llegó, lo presentaron sin demora, y muy rápidamente fue dejado solo con el grupo. De inmediato advertí que aquel individuo no tenía experiencia en tratar con ciegos. Eso me lo corroboró semanas después la supervisora que lo había llevado al salón, quien me describió cómo al comenzar a explicar las formas en que iba a ofrecer el curso movía con un énfasis exagerado el único brazo que tenía disponible. No diré más acerca de las sesiones. Es un juramento que nos hemos hecho con mi hermano Isaías: no expresar al mundo mucha de la información que nos transmitimos. Que no salga de nosotros aquel lenguaje único, propio de nuestros intercambios. Mi madre está de acuerdo con la decisión que hemos tomado. Afirma que es una manera de obtener fuerza. El hecho de compartir sólo nosotros dos esa especie de secreto nos fortalece para enfrentar de una mejor manera la vida de todos los días, dice. No vayan a creer que la información hacia mi hermano Isaías va en un solo sentido. Mi computadora –que como he afirmado, no abandono nunca– de vez en cuando recibe también mensajes que me manda. Los hay de toda índole. Casi siempre son asuntos divertidos los que me expresa a través del tubo que lleva aferrado entre las manos, sin embargo hay algunos que preferiría no sean emitidos. Son los que llegan a horas de la madrugada, cuando se supone que me encuentro profundamente dormida, anunciándome que mi hermano Isaías tiene la inmediata necesidad de utilizar el baño. Estando en el lugar en que nos encontramos, la Colonia de Alienados de Etchepare, aparte de la inmensa pereza que me produce levantarme para conducirlo a satisfacer sus necesidades está el hecho del peligro que significa recorrer de noche las instalaciones de la colonia. Ya he mencionado los ataques de los perros. He dicho que hasta ahora las víctimas han sido casi siempre pacientes dementes o seniles, sin embargo hasta hace relativamente poco tiempo me he puesto a pensar que tanto mi hermano Isaías como yo nos encontramos dentro del orden de los internados más vulnerables. Lo hacemos con regularidad: salir ambos a tientas con dirección a los baños, que en nuestra área se encuentran ubicados fuera del pabellón. Realizamos estas expediciones porque no contamos con otra alternativa. Las emprendemos prácticamente sin pensar en lo que estamos haciendo, pues sabe dios lo que haríamos –miccionar o defecar en lugares ocultos del propio pabellón– si es que tuviésemos conciencia de nuestra condición de hermanos caminando a tientas acechados por jaurías de perros en estado salvaje. A pesar de ser ya una costumbre la convivencia entre pacientes y perros vagabundos, pienso también en las razones que pueden llevar a los ciudadanos a reclamar con furia –desde acá puedo oír los gritos que emiten durante sus manifestaciones– el respeto por la vida de los perros. Aducen algunos que han estado allí desde siempre. Que descienden de los dogos que criaba el doctor Etchepare antes de morir y donar la mansión que habitaba con el fin de convertirla en una institución para enfermos mentales. Pero, según los testimonios escuchados, no puede ser cierto que todos esos canes provengan de una misma familia. La coordinadora con la que converso de vez en cuando me cuenta que hay perros grandes y pequeños, de distintas formas y colores. Me parece más convincente la teoría de que se trata de perros abandonados por sus dueños, quienes cuando están hartos de criar al animal lo arrojan por la parte posterior de la institución, donde me han contado que los muros están derruidos en muchas de sus partes, y que el crecimiento de las plantas y la maleza se confunde con lo que fueron los límites construidos de la Colonia de Alienados Etchepare. La coordinadora me contó que una vez que las autoridades de la institución y los líderes de las brigadas de defensa animal llegaron a un acuerdo. Que iban a recoger a buena parte de los perros y los iban a llevar a zonas alejadas. No los matarían, sólo iban a ser reubicados. Fueron días de mucha actividad. Cuadrillas de hombres ingresaron a las instalaciones, seguidos de muchos de los dirigentes. Las que daban las órdenes de manera más enérgica eran las mujeres. Parecían estas protectoras de perros pertenecer a un género distinto. Eran violentas, trataban de manera ruda a quienes habían contratado para llevar adelante el acuerdo. Me dicen que se tuvieron que utilizar hasta balas adormecedoras. Que en total hallaron cerca de cincuenta ejemplares, quienes habían hecho sus madrigueras en los lugares más recónditos de la Colonia de Alienados Etchepare. Aquella misión duró cerca de una semana. Al contarme estos detalles pude darme cuenta de que nos encontramos en un territorio realmente grande y recóndito. La misma coordinadora me contó que aquella operación fue inútil. Que se llevaron a los perros a cientos de kilómetros, al sur. Los llevaron a una zona boscosa rodeada de mar. A la punta donde acaba el país. Allí soltaron a los perros, pensando seguro en que iban a capaces de sobrevivir por sí mismos. Pero aquella operación me enteré que acabó en un fracaso porque dos semanas después los animales estaban habitando nuevamente en la Colonia de Alienados Etchepare. El instinto los había llevado a volver al lugar de origen. Y parece que regresaron hambrientos porque en aquel tiempo ocurrieron dos ataques mortales contra grupos de pacientes. Desde entonces se dejó de elaborar estrategia alguna en contra de los perros. Continúan allí. Me dicen que casi nunca se dejan ver. Yo siento su presencia en las noches. Oigo que husmean alrededor de nuestro pabellón de vez en cuando. Sé también que se alimentan con los restos dejados en el área de los basureros, que se encuentra situada detrás del pabellón donde comen los enfermos de alto riesgo. Me cuentan también que no sólo se alimentan de los pacientes o de los desechos de la cocina sino que las enérgicas mujeres que los protegen dejan cada día costales de comida deshidratada en la parte trasera de la institución. Donde el muro se va deshaciendo confundiéndose con la vegetación del lugar. Es uno de los misterios actuales con los que convivimos. Que luego de la fallida operación de traslado hacia lugares remotos las autoridades de la Colonia de Alienados de Etchepare no tomaran ya ninguna medida en contra de la población canina. Una actitud tan misteriosa como la de mantener dentro de las instalaciones al grupo de ciegos, sordos y mudos que habitamos este pabellón. Y tan curiosa asimismo como la contratación de aquel escritor que iba a tratar de enseñarnos la manera de redactar nuestros propios libros, a una velocidad admirable además.