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La inevidencia del término

Alexis Dedieu


Castigado, me quedaba en la habitación del enfermo con las persianas cerradas. Sin embargo las noches eran una excusa para autorizarme alguna espera inconcreta. Traicionar la intimidad de la sábana, entregarla al aire del dormitorio es una extraña transgresión. Las baldosas frías son como un estetoscopio en el pecho en el que la respiración vacila, donde el paso todavía se mide por la pretensión de ser más liviano que el aire.

La habitación me tienta.

Una bata colgada del cuello se desliza en el cristal de la ventana, inconsistente. En las cuatro esquinas de la cúpula, la penumbra extiende el mausoleo incierto del enfermo tranquilo como un yacente.

La habitación es vasta.

Se dice guardar cama, pero es la cama la que nos guarda. Uno se despierta temprano, porque ya no sabe dormir más, y se hacen naves usando cajas de zapatos. La comida que nos traen es como el cuenco del preso, pero hay que terminarla.

Descubrir de nuevo, convaleciente o tan solo por un favor insensato, la inevidencia del término.

Enfermo: al fin saber lo que permanecía pálido, adormecido en los pliegues de una larga espera; ese doblez que revela el instante que venía antes de la costumbre.

Alguien vela en las horas en que yo tendría que haber conocido al mundo, y estoy ausente. No me gusta que velen a un enfermo. Me gusta que tengas ocupaciones, en un cuarto contiguo, y escuchar tu ruido comprando el silencio, en aquellas horas fijas, temprano, o tarde, siempre impredecibles. Al banquito cerca de mi cama, siempre me asombra verlo vacío luego de tu visita. Te revelo la inevidencia del término, que voy susurrando a tu oído. La tensión entre el sí debilitado y el sí velador para los minutos que se acercan afila las cosas, las vuelve residuos cortantes, congelados en su trayectoria; ondulando bajo la mirada inmolada por las olas de tanta fiebre. Los pasos son el compás pesado y resuelto de un tempo que respira en los jardines reencontrados: los del otoño, donde venimos a despedirnos; los de la primavera, donde simplemente nos venimos a sentar.

Medicaciones, jarabes, disciplina sin pasión de la economía, de la mesura, del sueño a los que el enfermo, en las cumbres de la lucidez, se entrega con los ojos abiertos. La hora impone sus caprichos, pide recitar un rosario de cifras que termina con un dolor de cabeza. El asearse desnuda la acidez del paladar que todo lo agrede. Los parques públicos sueltan los efluvios de una felicidad colectiva de la que todavía uno es el proscrito.

Y sin embargo uno se sorprende con el vuelo de una libélula, la bufanda cruzada bajo la solapa de un saco, mientras todos andan en camisa livianita.

Y sin embargo es otoño. El camino da una curva frente a la iglesia de vitrales tapiados. En el huerto, pronto de luto, abajo del tronco donde me senté: como margaritas mis pañuelos blancos. En las carretas tintinean los cascabeles al trote de los caballos. Pasan delante de la cabina desde la que llamé. Del otro lado del cerco me llegan las sirenas del tren a la costa, unas quejas repetidas.

Estar enfermo, en una barca, en el medio del lago.

Dicen en una película que en estas aguas turbias vertieron hormigón para cubrir los cuerpos de los desaparecidos de la última dictadura.

El tiempo de la enfermedad dormita, tose, se retoma, y como una conversación entre dos enfermos que se descubren va el pensamiento del enfermo sobre sí mismo en la habitación que habita y donde vaga su mente.