En en el otoño de 2015, este epígrafe al libro de Sylvain Piron1, –que me encontró a mí mucho más que yo a él–, me saltó a la cara. Al meterme en esa investigación sobre el asombroso recorrido de Opicino de Canistris, clérigo de la administración papal en el siglo XIV, descubrí esas líneas y trazados figurativos que componen los enigmas de esas cartografías. En Dialectique du monstre. Enquête sur Opicino de Canistris, Sylvain Piron despliega la biografía de Opicino, como pergaminos entremezclados con los mapas que dibujó el clérigo. De Padova a Aviñón, seguimos la vida extraordinaria de este servidor del papa y sus visiones angustiantes. Fascinado por este relato donde la distancia histórica no le quita nada al estremecimiento que provocan la atemporalidad de dichos trazados y un destino tan insólito, le rogué a Sylvain que volviera a asomarse a aquello que lo vincula a este proyecto y a la figura de Opicino de Canistris.
A.D.Fue Angelo Cattaneo quien me mostró los mapas de Opicino, en ocasión de un coloquio sobre los símbolos de Europa en el cual ni él ni yo publicamos nuestra ponencia. Guardé claramente en mi memoria la impresión que sentí frente a esas imágenes proyectadas en pantalla grande, ante la tan poderosa extrañeza que se desprendía de esos cuerpos-mapas. Jamás había visto algo parecido, tan cautivador y desconcertante al mismo tiempo. En mi recuerdo, las declaraciones de Angelo están menos claras; de hecho, no estoy seguro de haber podido seguir correctamente su exposición, estando yo tan absorto por las formas y los colores presentados en la pantalla, el exceso de sentido que desbordaba por todas partes. Estaba más bien sumergido, siendo testigo de un suceso que no podía nombrar, implicado en un desmoronamiento general de los puntos de referencia habituales –que, sin embargo, volvían, familiares y feroces a la vez, como un gato que de pronto se trasforma en tigre, sin dejar de ser perfectamente gato–, incapaz de formular claramente la única pregunta que importaba: ¿pero qué pasa exactamente en esas imágenes?
Unos quince años más tarde, Alexandre Laumonier me dio la posibilidad de abordar el dossier. Mi investigación tenía como primera instancia la perturbación que me había atrapado, que intentaba traducir en cuestiones históricas. Aunque creía sostener firmemente en mi mano todos los hilos de la demostración, a lo largo de la redacción los fui sintiendo escapar uno tras otro. Una vez acabada la obra, debí admitir que había perdido de vista el punto de partida. Por culpa de haber logrado mirar al monstruo de frente, no había podido restituir precisamente el efecto de la primera visión.
Resulta que una palabra tarda en llegar. Es por eso que la tercera frase de este libro quedó en suspenso durante más de tres meses antes que la palabra justa decidiera imponerse, poco tiempo antes del cierre final de edición. Los artefactos antiguos están poblados de historia. Eso es exactamente lo que quería decir para empezar. Los objetos que atravesaron el tiempo se dirigen a los espectadores contemporáneos para hablarles de la cultura que los modeló, en lenguas que comprendemos mal pero cuyas sonoridades pueden sensibilizarnos. Es cierto que existe una distancia irreducible entre lo que los objetos querían decir en su mundo y lo que pueden trasmitirnos, pero no hay que contentarse denunciando una incomprensión desde el principio. Es en esta distancia que el imaginario contemporáneo puede intentar recuperar algo del pasado, percibir algo de las vidas colectivas que de otro modo serían olvidadas; no en modalidad de un saber positivo, sino como el presentimiento de existencias, de sucesos, de posibles destinos. Así, los mapas antiguos, más que ninguna otra imagen, están poblados de innumerables historias potenciales. Son, en principio, las de los habitantes de los territorios descritos, sus trayectos habituales, los viajes que pudieron realizar, sus modos de ocupar el espacio. Pero la misma alteridad de las regiones cuyas formas conocemos es suficiente para producir una aceleración en la imaginación. La inconclusión de los trazos transforma al espectador en explorador. La distorsión de la realidad, la inestabilidad de los contornos, la modificación de las fronteras o el simple cambio de grafía de los nombres de ciudades; cada distancia invita a divagar y conduce a la invención de nuevos mundos.
Si los mapas antiguos están, entonces, poblados, los de Opicino están superpoblados. Inmensos cuerpos ocupan todo el espacio, tanto los continentes como el mar, sin dejar un resto. Incluso ellos mismos están, a menudo, sobrecargados de criaturas y animales monstruosos, luego duplicados, y hasta cuadruplicados por juegos de superposiciones. No queda ni una pizca de vacío. En el famoso dibujo reversible que muestra, alternativa pero jamás simultáneamente, un conejo o un pato (retomando el célebre ejemplo explotado por Wittgenstein y Gombrich), la ilusión sólo funciona gracias al blanco que lo rodea. Para Opicino, al contrario, es la supresión del blanco, el encastre exacto de los cuerpos, lo que constituye el principio de la ilusión. En contradicción con todas las convenciones gráficas, los mares están tan ocupados como las tierras. Este efecto de saturación es seguramente una de las características más llamativas de sus dibujos. Detrás de una sola palabra, parecen vislumbrarse pistas fructíferas; sin embargo, era demasiado tarde como para desarrollarlas plenamente.
Cerca de tres meses después del envío del libro a imprenta, creí encontrar la palabra que faltaba. Durante una sesión de seminario de historia del arte, Thomas Golsenne supo describir mejor que yo lo que hace a la singularidad de estas obras, confrontándolas a diversas formas de representación disponibles en el siglo XIV. Thomas mostraba que la diferencia se debe a un movimiento conjunto que da vida a los dibujos. El encastre no es una yuxtaposición, ya que los cuerpos trabajan unos contra otros. Más precisamente, señalaba que estas formas son tomadas en ciclos de engendramiento y de depredación. La imagen más poderosa, que condensa lo esencial del programa iconográfico de Opicino, dice exactamente eso. La Tarasque devora cuerpos sin rostro sobre el hombro de una Europa embarazada cuyo sexo es agredido por el puño de Leviatán. Los trazos de figuras humanas son generalmente impasibles, cierto, pero yo estaba equivocado al insistir sobre este punto, cuando los monstruos que los rodean hacen muecas y rugen. Para explotar todos los recursos contenidos en la dialéctica sugerida por el título del libro, habría que haber indagado en primer lugar sobre el dinamismo de estos cuerpo a cuerpo. Saliendo de la calle Vivienne, creía finalmente tener el calificativo que se me había escapado hasta ese momento. La palabra que se ajusta es “vivo”. Jamás he visto imágenes tan vivas como las de esos cuerpos incrustados en mapas. No es la palabra que Thomas había utilizado, sino la que vino a mi mente al volver a pensar en nuestra conversación, que desplazaba el problema y, sin duda, tergiversaba el pensamiento.
Unas semanas más tarde, me llegó por accidente una nueva clave de lectura. Antes de presentar a Opicino en un seminario de antropología en Nanterre, me parecía urgente resolver ciertas lagunas en las lecturas preparatorias que había querido hacer antes de abordar la redacción. Por falta de tiempo, había dejado de lado la etnopsiquiatría de Georges Devereux que habría podido brindarme, creía, indicaciones útiles para aprender a combinar el estudio de un psiquismo individual con el estudio de un sistema cultural. Libro en mano, podía constatar que nada había que lamentar desde el punto de vista del método. A ojo, sin dogmatismo, había sabido evitar las trampas más manifiestas. Sin embargo, en el camino, Devereux me advertía sobre un punto crucial que yo había ignorado por completo. Dando vueltas sobre un capítulo, descubría que los cestos de mimbre tienen a menudo el valor de un símbolo uterino. De pronto, los círculos concéntricos sobre los cuales Opicino dispone sus notas autobiográficas cobraban un nuevo sentido. Además del juego sobre su apellido (Canistris, el cesto), el eco de la forma circular de los laberintos medievales, de las esferas celestes y del ciclo de tiempo anual (sin olvidar la visión inicial de una nube, de una veracidad en la que creo aún más desde que mi sobrina Sophie me mostró las fotos que sacó a un enorme cúmulo en forma de cesto atravesando la bahía de Río), esta estructura insólita podía también interpretarse como expresión de una imagen latente, no premeditada, pero que encajaba perfectamente con la significación del conjunto de ese esquema. La inscripción del relato de sus cuarenta primeros años en los flancos del útero materno hace pensar en una presentación de su vida como un largo esfuerzo por venir al mundo. De hecho, el punto culminante de esta biografía es lo que él describe como un segundo nacimiento, al despertar de su pérdida de conciencia de abril de 1334. Desde ese momento, entiendo mejor la fascinación producida por esta imagen. El espectador es arrastrado por la expansión progresiva de los círculos. Más allá de la polisemia del símbolo, lo que se percibe en ese dibujo es esencialmente un movimiento de retorno al origen, que es al mismo tiempo, por reversibilidad, un movimiento de expansión cósmica. El cesto es al mismo tiempo uterino y celeste. La significación global de esta imagen permite, entonces, comprender más claramente el punto alrededor del cual pivotan las superposiciones cartográficas. Ya sea asociando mapas de escalas o de orientaciones diferentes, todo el ingenio desplegado en estas construcciones tiene como objetivo ubicar a Pavia (ombligo de Europa) en Venecia (partes genitales del continente) para observar las consecuencias. La focalización intensa en la laguna no es entonces prueba de una banal proyección sexual. Es comprendida, sobre todo, como trayecto de vuelta al seno maternal. El deseo de hacer coincidir el ombligo del niño con la matriz puede interpretarse como el fantasma de una regresión intrauterina y como una manera de revivir el momento traumático de la expulsión. Cualquiera sea el valor que se le otorgue, es cierto que el tema del nacimiento es dominante en la obra gráfica de Opicino. Bastará recordar la extraña innovación iconográfica de representar el parto de los animales que simbolizan a los cuatro evangelistas, distinguibles en el fondo del cesto. Tampoco es casualidad que las fechas de su nacimiento y de su cumpleaños tengan tanta importancia en sus reflexiones.
Aunque la cuestión de lo vivo y del nacimiento no está explícitamente desarrollada en el libro, está presentada de otra manera. Sin que Alexandre y yo nos hayamos puesto claramente de acuerdo sobre el tema, teníamos ideas convergentes sobre lo que debía ser el resultado final. Queríamos producir un libro-objeto cuya manipulación le permitiera al lector entrar él mismo en los misterios de los manuscritos de Opicino, contando con su inteligencia, para que siguiera la exploración a partir de los materiales que le proporcionaríamos. Habría páginas desplegables, revelando contenidos secretos, para recordar cómo esas grandes hojas de pergamino quedaron tanto tiempo escondidas en una carpeta. Abriéndolas, se podría tanto hacerse una idea de las dimensiones concretas de los manuscritos como observar de cerca ciertos pasajes autobiográficos y leer algunas páginas significativas traducidas. El objetivo de la narración sería el de dar una profundidad humana a su biografía, y luego comprender sus angustias internas, sin tratarlo como un paciente o un monstruo de feria sino como un amigo lejano a quien quisiéramos reconfortar. Paralelamente, las alusiones literarias que se intercalan en el libro tenían como misión invitar al lector a pensarlo como un personaje de ficción, esperando que pueda así tomar el valor universal de un Bartleby medieval. La decisión de usar por momentos la primera persona no apunta del todo a hablar de mí sino a dirigirme al lector insinuándole que penetrara, como yo lo hacía, en la red de analogías infinitas que sugiere Opicino. Es también por eso que pensé en releer al Calvino de Si una noche de invierno... –libro en el cual el lector y la lectora se convierten poco a poco en los personajes principales–, provocando así un choque en cadena inesperado. En definitiva, todos estos dispositivos editoriales y procedimientos de redacción tenían como objetivo producir una obra que pudiera llegar a ser en sí misma un ser viviente y activo.
Había que pasar aún una prueba más para llegar a crear un libro del cual sería, en parte, el autor. Hasta ese momento, mis únicas obras personales habían tomado la forma de edición y de traducciones comentadas de textos medievales. Esta decisión podía justificarse bajo el título de una postura ética. Ya que me negaba a enunciar un discurso orientado en una cierta dirección, me parecía preferible presentar documentos integrales, agregando los planos de análisis que les aportan inteligibilidad, dejando siempre a cada uno el espacio libre para sacar conclusiones distintas a las mías. Pero esta forma de proceder era también señal de una evidente deficiencia. Aunque redactaba decenas de artículos, me era imposible escribir un libro entero. Las dudas reales que puedo albergar sobre el interés de mis trabajos no son suficientes para explicar esta incapacidad. En un plano más profundo, debo admitir que sufro de una parálisis ligada a la intuición de que lo escrito está vinculado con la muerte. Desde mi infancia, percibo con cierto horror la oposición entre la palabra viva y la frialdad mortífera de lo escrito, fijo e irrevocable. Es una angustia que me dificulta enormemente, por ejemplo, los banales ejercicios de escritura impuesta, tales como la tarjeta postal o la dedicatoria. Este terror fue obviamente duplicado en el momento en que debí pasar por la experiencia de la impresión de un texto escrito que fijaba para siempre una expresión pasajera en un cadáver de tinta y de plomo. Mis primeras correcciones de pruebas fueron calvarios indescriptibles. La producción de artículos para revistas se mostró, a menudo, altamente problemática. Por el contrario, la participación en trabajos colectivos presentó virtudes tranquilizadoras, ya que redujo mi exposición personal. Pero es completamente diferente dar un paso al frente en soledad, al descubierto, frente al adversario. La única forma de deshacerme del miedo a la muerte era actuar con urgencia, escribir en la inconciencia, sonámbulo, sin tomarme el tiempo de respirar entre dos páginas. De esa manera, sin haberlo planeado, me encontraba en un estado similar a aquel en el cual Opicino debía encontrarse mientras producía sus mapas y diagramas monumentales, y completaba su registro.
Habiendo escrito sin perspectiva, todas las discusiones y los comentarios que pude recibir posteriormente me ayudaron a comprender mejor lo que había hecho. Nikola Delescluse, recorriendo el libro con Raymond Roussel en la cabeza, lo desplegó felizmente hacia un sentido que no habíamos previsto. La reseña de Thierry Joliveau publicada en Mappemonde es tan precisa y fiel que, leyéndola, descubrí un error metodológico que me parece difícilmente perdonable. En un abrir y cerrar de ojos, utilizo vocabulario psicoanalítico para alegar que las estructuras familiares burguesas del siglo XIX no serían comparables a las de la Edad Media. La observación es correcta hasta cierto punto, pero el uso que hago de ella viene a liquidar ciertos datos antropológicos más generales. La maniobra es tan grosera que se adivina el acto fallido a simple vista. En realidad, quería simplemente evitar el uso del “Nombre-del-Padre” lacaniano. Nada me obligaba a hacerlo, pero era absurdo descalificar la noción en razón de la gran modernidad de su referente, cuando Lacan había elaborado voluntariamente un concepto de resonancias teológicas. No tenía necesidad de tan mala excusa para preferir a Bateson en su lugar. La decisión de centrar mi atención en el pánico sacramental de Opicino y su percepción de las contradicciones de la Iglesia romana me sigue pareciendo razonable. Es un aspecto que no había sido bien señalado hasta el momento, y que ocupa efectivamente lo esencial de las consideraciones en sus notas escritas. Yo tenía, por añadidura, razones personales para sensibilizarme frente a esta problemática. La redacción del libro estaba (extrañamente, lo admito) concebida para reponerme del cansancio mental provocado por el ejercicio de cargos administrativos para los cuales no estaba preparado. El peso de la institución sobre la psique individual es una cuestión que permitía dar un alcance universal al drama vivido por Opicino. Pero este señalamiento no obligaba a descartar por principio todo origen familiar de sus problemas. El hecho de que algunos investigadores se hubiesen arrojado imprudentemente sobre ese terreno no constituía razón suficiente para declarar al tema inadmisible.
Las indicaciones explícitas son demasiado furtivas como para poder elaborar conclusiones certeras sobre el estado de las relaciones en su sistema familiar. Sin embargo, ciertos puntos merecían ser mejor observados. El odio hacia su apellido expresa una paradoja que debía ser subrayada. El escriba de la Penitenciaría reprocha a su linaje de comerciantes y notarios el hecho de estar demasiado apegados a las riquezas materiales y demasiado comprometidos en los asuntos políticos de Pavia, pero igualmente los culpa de no haber podido brindarle los medios para financiar sus ambiciones intelectuales, debido a la quiebra paternal, y de haber quedado del lado de los perdedores en los conflictos pavesanos. Detrás de esta acrimonia colectiva, se pueden intuir relaciones al menos ambivalentes con respecto a su padre. Este resultado no representa ningún interés en sí mismo para el historiador. Puedo admitir ahora que lo sospechaba, pero que no quise prestarle atención, por no asumir las implicaciones. Sin embargo, es justamente aquí que hubiese sido posible retomar las palabras de Lacan, pasando del odio de la casa paterna a la relación problemática del nombre del Padre. Si se remontan las preocupaciones expresadas a los contenidos latentes, es posible, en efecto, preguntarse si la angustia de un fallo en la efectuación sacramental no representa una inquietud más general frente a la impotencia divina. Opicino ha debido ciertamente sufrir la contradicción doctrinal que impone al padre el decir en primera persona “yo te bautizo” (ego te baptizo), cuando no cumple más que una función de agente de transmisión de la gracia divina. Su fidelidad a la Iglesia romana le impide formular sus miedos de una forma que no sea contradictoria, titubeando por temor a cometer una falta de enunciación. No obstante, la hipótesis de que haya estado profundamente atormentado por dudas sobre la eficacia de la providencia divina merece al menos ser enunciada. La dificultad de subir del rango de simple fiel al de oficiante podría ser el síntoma de un temor significativamente más vasto: el temor de que no haya nada (o, al menos, nada accesible y operante) más allá de la institución. Esta perspectiva tendría la virtud de dar un sentido muy fuerte a lo que hace al corazón de su actividad gráfica. La apoteosis de la Iglesia, que Opicino dibuja de múltiples maneras sobre la cara noble de sus grandes hojas de pergamino, no apuntaría simplemente a presentarla como espejo de realidades divinas; el mismo movimiento estaría traduciendo, igual e inseparablemente, la ocultación de un más allá que se vuelve inasequible. Esta consecuencia era sin dudas inconfesable para el primer interesado, pero es comprensible que haya constituido para él una fuente de dolor infinito y de una necesidad compulsiva de confesar una falta que jamás podría nombrar: la gloria de la Institución se paga con un alejamiento de la divinidad. Un indicio a favor de esta hipótesis se muestra en la adhesión a los símbolos de la monarquía eclesiástica instaurada por Bonifacio VIII, un papa triunfante y, al mismo tiempo, en su interioridad, bastante desencantado en cuanto a lo esencial de los dogmas cristianos. Como él, Opicino defiende el proyecto de una Iglesia concebida como estructura social abarcadora, controladora de los poderes políticos emergentes. Pero mientras que el papa asume conscientemente esa parte instrumental a la religión, el simple cura parece más bien víctima de un efecto de estructura que lo sobrepasa y lo perturba, del cual no percibe ni el origen ni las consecuencias. El desconcierto que expresa y que intenta resolver por medio de su actividad gráfica y literaria merece entonces ser tratado como un punto revelador de lo que constituye una instancia escondida de un momento decisivo del siglo XIV. Más allá de ese momento en particular, esta pista de investigación presenta además un valor más general al sugerir que durante varios siglos los no creyentes se comprometieron principalmente en los rangos del personal eclesiástico, mientras que los herejes se encontraban, en cambio, entre aquellos que poseían las más intensas creencias.
Formular la pregunta de la relación con el padre no conducía entonces necesariamente a encerrarse en vanas especulaciones sobre la historia familiar de Opicino. Lo mismo se aplica a la relación con su madre. En apariencia, ella era objeto de un vínculo afectivo intenso, como lo sugiere el impacto sentido frente al anuncio de su muerte. Pero la preponderancia del imaginario del nacimiento sugiere también allí algo más complejo. El espacio dejado en el centro de los círculos concéntricos se encuentra atravesado por una tensión entre las inmundicias del nacimiento en el pecado y la concepción virginal del redentor. Llevando a su término el análisis del dibujo de esta extraña biografía uterina, se descubre un síntoma que debe haber sido bastante común en el cristianismo medieval y en el catolicismo moderno: la virginidad de María, sosteniendo al niño Jesús en sus brazos, bloquea el acceso emocional a la madre real. En todo caso, ella se interpone para proponer un modelo infinitamente más deseable de maternidad. Sin embargo, el imaginario del parto presenta en él otro aspecto, menos habitual. En el pasado mes de junio, Renate Blumenfeld-Kosinski me recordó que había utilizado la imagen de Europa embarazada como ilustración de su primer libro dedicado a la historia del parto por cesárea. Pese a las suposiciones de su larga antigüedad, la práctica sólo aparece certificada desde comienzos del siglo XIV, en Montpellier con Bernard de Gordon, y en Bolonia con Mondino y sus alumnos. Entre ellos figura Guido da Vigevano, que enseñaba en Pavia en la época en que Opicino dice haber tomado algunos cursos de medicina. Sin dudas, él no asistió a la operación, pero probablemente haya visto representaciones, y sabía seguramente lo que con frecuencia se ignora. Durante siglos, la cesárea se practicó exclusivamente en mujeres muertas en parto, con el único objetivo de bautizar al niño por nacer, a quien esperaba la mayoría de las veces una muerte rápida. La imagen aparece sólo una vez, pero es tan impresionante que se le podría atribuir una influencia mayor, e incluso encontrar en ella el secreto del movimiento que impulsa a la cartografía antropomorfa de Opicino. Ella expresa la presencia de la muerte en la vida. Eso es, finalmente, lo que pasa en estos dibujos, eso que yo había sido incapaz de captar hasta el día de hoy. Eso es lo que puedo nombrar, un año después de haber escrito este libro, mirando al fin al monstruo de frente, para reunir completamente la sugerencia de Thomas Golsenne. No se puede separar la vida de la muerte. Las dos están entrelazadas en un mismo movimiento, estrechamente envueltas, la una en la otra. Lo que nace va a morir con inminencia, lo que vive es ya arrastrado por la muerte. Para un cristiano, esta angustia es la del pecado, que célebres fórmulas de Saint Paul asocian a la muerte [Romanos 5,12-21], empezando por el pecado original que se atribuye a cada uno por el solo hecho de haber nacido. Testigo incomparable de las resonancias de los dogmas en la intimidad psíquica, Opicino percibe, con toda su intensidad, la contradicción de un nacimiento en la muerte y de una tensión hacia la muerte que lo acompaña en cada etapa de su vida. Eso es lo que traducen sus composiciones antropomorfas. La composición de un cuerpo diabólico, agitado y amenazante, con el personaje africano sólidamente sentado en el púlpito, produce un cuerpo europeo, deforme y vulnerable, presa de todo ataque y mordedura. Más allá del peso de los dogmas, existe, probablemente, en el origen de tales imágenes alucinatorias, una experiencia que sería inútil intentar recuperar. Como muy bien dice Anne Levallois, en páginas que yo había comprendido mucho tiempo antes de haberlas leído, el inconsciente no es un objeto de historia investigable como tal. No podemos acercarnos a él más que como una sombra que precede a los gestos vistos a la luz, siempre necesariamente ahí, pero siempre también necesariamente insondable. Miedo de estar muerto en el nacimiento, parto traumático, sentimiento de abandono por la madre: evidentemente, nada se sabrá de las circunstancias reales de esta venida al mundo y de sus consecuencias sobre la estructuración emocional de Opicino. Sólo tenemos enfrente las imágenes que de allí surgieron. Ellas funcionan como un test de Rorschach, en el cual cada espectador puede encontrar el eco de sus propios dramas de manera proporcional a la intensidad de las tensiones que allí son proyectadas. Eso es lo que sucede en estos dibujos, y en la circulación infinita que abren entre ellos y nosotros.