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Corazón, no moleste

Eduardo Halfon


Se llamaba Anderson. Era de procedencia nórdica, pero no recuerdo de qué país. Aunque vivió más de una década en Guatemala, trabajando como ingeniero en la fábrica de textiles de mi papá, nunca quiso aprender español. Creo que sólo había llegado a instalar una maquinaria nueva, comprada en Suecia o Dinamarca, y que mi papá de inmediato le ofreció un contrato para quedarse definitivamente, pero puedo estar equivocado. Lo recuerdo alto y flaco y de pelo tan rubio que a veces, dependiendo de la luz, hasta parecía blanco. Me hacía muñecos de alambres y tuercas (hace poco encontré uno metido en un baúl de cosas infantiles que me obligó a recordar, tantos años después, esta historia de Anderson). Para poder comunicarse con los demás trabajadores de la fábrica necesitaba que alguien tradujera su mal inglés; mi papá, generalmente. Fumaba todo el día unos cigarrillos gorditos, color huevo, que le enviaban cada mes desde vaya a saber dónde. Se casó con una muchacha indígena, chaparra y morena, bastante más joven que él y que tampoco hablaba mucho español. Pero de alguna manera se entendían, supongo, pues vivieron juntos ocho años y tuvieron dos hijas antes de que Anderson, sin ningún previo aviso, simplemente desapareciera.

Yo tardé en saberlo. Aunque notaba la angustia de mi papá, encerrado en su estudio y gritando por teléfono más de lo usual. Aunque me percataba de las visitas inesperadas de la policía y de algunos generales del Ejército. Era el inicio de los ochenta en Guatemala, y no era extraño que las personas desaparecieran. Había aumentado la violencia –especialmente en la capital– entre el gobierno militar y los varios grupos guerrilleros. Y yo lo vivía todo como lo vive todo un niño sobreprotegido: con inocencia y candor y como si las distintas manifestaciones de la violencia también fuesen parte de un juego. El recientemente contratado guardaespaldas de mi papá (Mario) era un defensa más para los partidos de fútbol de las tardes; los tiroteos nocturnos eran Luke y Han Solo y los demás Jedi venciendo al Imperio Galáctico; el día entero que todos los estudiantes del colegio estuvimos recluidos en el gimnasio, esperando que cesara el combate justo enfrente –que incluía una tanqueta y que sería, según mis papás, uno de los motivos de nuestra huida a Miami–, era el ambiente ideal para buscar novia o acaso la estampilla perfecta del jonronero Reggie Jackson. No me enteraría de la desaparición de Anderson hasta una o dos semanas después, al acompañar a mi papá a la fábrica un sábado por la mañana, como solía hacer algunos sábados con la ilusión de ver a ese extraño ingeniero que no hablaba español, y que me obsequiaba muñequitos de metal, y que andaba por todas partes con unas viejas sandalias.

Mi papá, en alguna crisis de mediana edad, iba manejando en silencio su Datsun 280. Rojo fuego, por supuesto. Durante el camino, varias veces me giré hacia el minúsculo asiento de atrás, donde estaba el guardaespaldas todo apretujado y nervioso y con su mano derecha sin soltar el revólver que llevaba en el cinturón.

Afuera de la fábrica había dos policías. Tenían escopetas negras colgadas del cuello. Saludaron a mi papá puros soldados, llevándose una mano a la frente. Yo le pregunté quiénes eran, si eran nuevos. Él sólo bajó su ventana y les dijo buenos días mientras ellos abrían el portón principal y, con sus rostros graves, nos observaban entrar.

Al estacionarnos me bajé de inmediato. Algo me gritó mi papá, pero yo ya estaba corriendo hacia el taller de carpintería.

–Qué tal, joven –me canturreó Hilario desde su puesto de trabajo.

Agarré mi viejo tablón de la esquina. Lo monté en un caballete. Descolgué de la pared un serrucho pequeño y oxidado que Hilario me permitía usar, y me quedé esperándolo.

–A ver...

Se quitó el lápiz amarillo de encima de la oreja y sacó una pequeña escuadra metálica que siempre llevaba en el bolsillo delantero del overol azul marino. Rayó una línea en el tablón.

–Bien rectecito, pues.

Hilario volvió a su puesto y yo empecé a serruchar mi tablón. No sé por qué me gustaba tanto serruchar. No era muy bueno. Tampoco estaba construyendo nada.

Sólo me gustaba el acto de serruchar, y algunos sábados serruchaba pedacitos torcidos y encorvados de ese mismo tablón que Hilario luego me guardaba en una esquina.

Al rato, ya agotado, me detuve. Levanté la mirada. A través del vidrio opaco de la ventana pude ver a los dos policías platicando entre sí, después riéndose un poco, después abriendo a medias el portón principal.

–¿Quiénes son ellas?

Hilario alzó la cabeza. Tardó en contestar.

–La familia del ingeniero Anderson, joven.

Una de las niñas tendría seis o siete años, y estaba de pie pero sin soltar la falda de su madre, quien cargaba en brazos a la más jovencita –quizás un año menor– mientras seguía discutiendo con los policías.

–¿Y Anderson? –pregunté, hasta entonces percatándome de que no lo había visto, de que no había llegado a saludar al nomás estacionarnos, como de costumbre.

Hilario se limpió las manos con un trapito lleno de mugre y aceite y salió del taller de carpintería. Lo vi caminar hacia el portón principal, decirles algo a los dos policías. Ellos sonrieron y se hicieron a un lado. Hilario se dio la vuelta y empezó a caminar de regreso al taller, mientras la señora y sus hijas se dirigían hacia el interior de la fábrica.

–Pobre doña –suspiró Hilario al entrar.

Aún observándolas, noté que la hija mayor era rubia y pálida y tan esbelta como su padre. La menor, en cambio, era igual a la mujer de Anderson. Llenita, morena, de pelo muy negro y facciones indígenas. Había además algo extraño en su postura, como si estuviese medio dormida o como si se resbalara constantemente de los brazos de su madre.

–¿Y Anderson? –volví a preguntar.

Hilario se hallaba de pie, reclinado sobre su área de trabajo y dándome la espalda.

–Ese ya no está.


Desde mi perspectiva de niño, la oficina de mi papá era inmensa. Quedaba en alto. Había que subir unas tambaleantes escaleras de hierro hacia una especie de mezzanine, desde donde se podía observar y controlar, por un gran ventanal, toda la maquinaria textilera. Su escritorio, siempre un lío de papeles y folletos y muestras de telas y vaya uno a saber qué más, quedaba a la izquierda de la puerta; y a la derecha había dos largos sofás de cuero negro, separados por una mesita.

–Pase, hijo –exclamó desde su escritorio, por encima del traqueteo de las máquinas.

La mujer de Anderson estaba sentada en una de las sillas enfrente de mi papá, del otro lado del escritorio, con su hija menor sobre el regazo. En la segunda silla, formal y seria, estaba la hija mayor.

–¿El suyo, ingeniero? –dijo la señora con un pesado acento. Por su tono era evidente que había estado llorando. Tenía una bolita blanca de kleenex en la mano.

–Sí, el grande.

Me acerqué despacio al escritorio y, al llegar, advertí con espanto que las manos de la hija menor eran dos muñones pequeñitos, inservibles. Agarré el brazo de mi papá.

–Cómo se le parece, ingeniero.

Apenas tenía uñas. La piel era demasiado rosada, demasiado seca, como si hubiese sido lavada o restregada en exceso. Todos los dedos eran cutos y deformes y daban la impresión de estar estrangulándose los unos a los otros. Y yo, entre fascinado y aterrado, no pude quitarles la vista de encima hasta que mi papá me sacudió y me dijo que por qué no me entretenía un rato, que pronto nos iríamos. Con dificultad, cogí de su escritorio un sellador grande de fecha variable, unos cuantos papeles en blanco y el tazón de café lleno de plumas y marcadores, y fui a sentarme en la alfombra de la sala.

Coloqué un papel en blanco sobre la mesita y empecé a llenarlo de fechas azules y negras. El claclac del sellador me hizo sentirme más valiente o al menos no tan frágil. Después de cada sello, sin embargo, era imposible no levantar la mirada hacia el escritorio, imposible no volver a buscar esos tiesos y grotescos muñones. Mi papá y la mujer de Anderson platicaban en susurros. La niña rubia estaba jugando con una bola de hules que había hecho mi papá. Pero su hermana menor, esforzándose un poco, me vigilaba por encima del hombro de su madre y soltaba gemidos y palabritas incomprensibles. Yo de pronto bajé la mirada y empecé a sellar el papel con más fuerza, decididamente, aferrado a la idea de no volver la vista nunca más en aquella dirección. Pero a los pocos minutos, con el papel lleno de fechas, levanté la cabeza y descubrí con pánico que la niña morena estaba de pie, justo a mi lado.

–Corazón, no moleste.

Me quedé quieto, mirándola. Tenía puesto un vestido verde pálido que le quedaba muy corto, calcetas blancas y arrugadas, unos zapatos marrones tipo ortopédico. Sus piernitas combadas eran del mismo color que el lodo. Su mirada parecía negra. No dejaba de sonreírme con la boca semiabierta y la punta de su lengua casi fuera. Y así estuvimos un rato, mirándonos en silencio, hasta que de súbito, como si alguien le hubiese metido zancadilla, cayó tumbada en la alfombra y yo, instintivamente, sin razonarlo mucho, me hice para atrás y me trepé sobre uno de los sofás de cuero.

–Pórtese bien, hijo.

Pero ¿qué era, en esa situación, a esa edad, ante dos muñones así de espantosos, portarse bien? ¿Por qué no llegaba su madre a recogerla y se la llevaba de vuelta, lejos de mí? ¿Por qué nadie me ayudaba?

La niña, ignorando el efecto que sus muñones me provocaban, se puso de rodillas ante la mesita. Se inclinó hacia delante y, usando la boca, arrastró uno de los papeles en blanco hasta dejarlo enfrente de ella. Con los dientes, sacó del tazón un grueso carboncillo negro. Y así, el carboncillo prensado en su boca, empezó a hacer trazos sobre el papel.

Volví la mirada hacia el escritorio, incrédulo. Su hermana rubia aún jugaba con la bola de hules. Mi papá y la mujer de Anderson continuaban hablando en susurros que se disolvían entre el barullo de la maquinaria. Nadie nos estaba prestando atención. Nadie se daba cuenta. Y aunque casi lograba escuchar el sutil crujido de cada trazo del carboncillo, me era imposible descifrar qué estaba ella haciendo. Su pelo negro lo cubría todo. Quería ver, quería acercarme, pero eso también implicaba tener que acercarme a ella, a sus muñones. Me arrodillé sobre el sofá. Me moví un poco a la derecha, luego a la izquierda. Hice algo de ruido. Pero la niña seguía inclinada sobre el papel.
En eso oí el rechinar de una silla. La mujer de Anderson y su hija mayor estaban de pie y caminando hacia nosotros. Mi papá continuaba sentado, escribiendo.

–Nos vamos –le dijo la señora a su hija menor, cargándola desde las axilas. La niña no dijo nada, no se quejó. El carboncillo negro y salivado cayó insonoro sobre la alfombra.

Mi papá se levantó de su silla y se juntó con ellas en la puerta.

–Aquí tiene –dijo, entregándole un cheque a la mujer de Anderson.

–Que Dios lo bendiga, ingeniero. Hubo un silencio.

–¿No se quiere despedir, hijo?

Brinqué al suelo, me acerqué al papel que seguía sobre la mesita y lo observé con cautela, sin llegar a tocarlo.

Estaba perfectamente cuadriculado. La niña lo había llenado de líneas negras, decenas de líneas verticales y horizontales, todas muy tenues aunque también muy rectas, como trazadas con regla. Me quedé contemplando el dibujo de cerca y de lejos, desde distintos ángulos y múltiples perspectivas. Al rato por fin alcé la mirada. No había nadie.