La hermafrodita
Ali Bécheur
Mi madre me viste. Primero la camisa que acaba de sacar del envoltorio de celofán, desprende los alfileres de a uno, libera el cuello de su collar de plástico, luego el pantalón abombado que, explotando de risa, me calzo, una pierna después de la otra. La jebba1 por fin me envuelve con el suave roce de la seda. Soy el emir que mi tía Omi Kaduja hacía surgir en lo negro de la noche como una medialuna, rompiendo de un sablazo la oscuridad. Corro para verme en el espejo del armario, espera un poco, me grita, pero mira este niño más coqueto qué presumido, me coloca un fez2 escarlata en la cabeza, me arregla la borla que cuelga sobre los hombros, ahora sí ve a ver qué hermoso que estás, un verdadero novio.
Lo extraordinario del vestuario, el crujido de las ropas nuevas, la agitación de mi madre, su nerviosismo, mi padre apostado en la entrada para recibir a los invitados, los parientes, los allegados, los amigos, los primos y primas, grandes y chicos mezclados, una atmósfera poco habitual, surcada cada tanto por olas febriles, el estrépito de los loros you you3, todo eso colabora en darle a este día –aunque no sea ni la fiesta de Aid ni tampoco una boda– un toque particular, sin duda, un día distinto de los demás.
La casa está repleta, no hay quien escatime en cumplidos, ¡qué lindo!, ¡mira qué hermosura!, ¡un principito!, en caricias, en besos, soy el rey de esta fiesta inesperada, el gancho principal, la atracción de la kermés y no voy a quejarme. No tienen ojos más que para mí. Yo en el centro de semejante algarabía, yo que me pavoneo, vestido de seda, como un sultán en su Topkapi.
Los músicos llegan cargando sus instrumentos. Los ubican en la sala, cuyos muebles fueron arrinconados, se sientan sobre la alfombra, uno calienta el parche de su darbuka4 al calor de un qanun5, otro alza su tar6 a la altura de la oreja, lo hace temblar con un movimiento de puño, otro más se calza su violín, le arranca gemidos, el último acuesta su cítara cruzada sobre las rodillas, le rasga las cuerdas con una uña. La fiesta está en la cresta de la ola. Corro de una habitación a otra, con el fez siempre al borde de perder el equilibrio, una manada de niños me sigue a todas partes, los vapores del incienso suben desde los vasos para quemar perfume.
Mi padre pone fin al alboroto, me lleva a la sala, de repente el darbuka se desata, azota el aire con percusiones sincopadas. Unas manos me sujetan, me alzan, un acróbata encaramado en la cima de la pirámide humana, alguien me desarma el pantalón, ¿pero qué está pasando?, no siento nada, a no ser la tibieza de la sangre que corre por los muslos, una crecida roja. Los you you estallan con fuerza renovada. Rompen una piñata, un montón de golosinas caen al suelo. Estoy circuncidado.
Me recuestan sobre un colchón, mi madre me apoya contra su pecho. Me ofrecen caramelos, confites, macarrons que rechazo con las dos manos. La sangre no deja de brotar, una venda empapada corona la punta de mi vientre, tengo miedo de cerrar las piernas. Mientras mamá y yo nos secamos las lágrimas, empiezan las felicitaciones, alabado sea Dios, suelta uno, la comunidad del Islam recibe a un nuevo miembro, proclama otro. Me llenan de regalos, mecanos, lapiceras, relojes en estuches de cuero, envueltos en papel de seda, esto le servirá más tarde, para cuando sea abogado, médico...
De nuevo me transformo en la atracción, pero por otros motivos, esta vez soy un animal detrás de las rejas del zoológico. El sentimiento de los niños oscila entre la compasión por la víctima ensangrentada y la envidia por la montaña de presentes. Se me acercan, pero tampoco tanto, nunca se sabe, la desgracias es contagiosa, instintivamente se ponen a resguardo. He dejado de ser su igual, me sucedió algo de lo que ellos están exentos. Los otros, los que habían pasado por esto, muy presumidos, se reían de mí, ellos ya lo sabían, pero por nada en el mundo habrían denunciado el plan. Caí en una emboscada. Peor aún, mis padres fueron los que la habían urdido, mi madre sobre todo, no puedo perdonarle su duplicidad, me vistió como un príncipe para entregarme mejor al verdugo, ay, por más que llore, ¡puras lágrimas de cocodrilo!, no voy a ceder. Y mis primos que se abstuvieron de liberarme, todos traidores, no se salva ni uno. Complot del silencio. La familia no es un nido de algodones, es una conspiración. Sus caramelos, sus turrones, que se atraganten con todo eso, sus relojes, sus lapiceras, que se los metan... salvo la pelota, que conservaré como premio a mi sacrificio. Me lastimó más el ultraje a la confianza que la herida.
Pero el dolor no se hizo esperar. La herida se infectó, un magma de carne viva y pus pegado a la gasa que al día siguiente el enfermero arranca de un tirón. Me brotan las lágrimas, me sacudo, frenético, mi padre me sujeta por la cintura mientras el torturador me limpia con agua oxigenada, cambia el apósito, enrolla un esparadrapo alrededor de lo que antes no tenía más importancia que un dedo del pie y que ahora se había vuelto el centro de gravedad de todo mi ser. Uno no se preocupa por el brazo o la pierna hasta el día en que el hierro los corta, este apéndice descoronado accedía a mi conciencia como un rey cuya destitución lo convierte en héroe nacional. El sufrimiento genera muchas metamorfosis, como esta, de talla, hacer de un niño un ser sexuado. Cómo iba yo a saber que el principio de vida fijaba ahí su domicilio.
El calvario se repetía día tras día, me arrancaba el mismo dolor, tan salvaje que llegué a pensar en suprimir el efecto eliminando la causa, un buen tijeretazo y listo, ya no se hablaría más del asunto, estaba dispuesto a hacerlo. Por fin el enfermero saca una gasa indemne de toda mancha, la herida está cicatrizada, solo queda un pálido chichón que rodea el domo de carne, una minúscula cabeza calva emerge de un cuerpito muy arrugado.
Espectáculo que no me cansa, como tampoco a Mabruka y mis primas que, en cualquier sitio, me levantan la jebba para ver la cosa, déjenlo tranquilo, se enoja mi madre, es un hombre ahora. Pero no, ellas querían sí o sí sacarlo del nido, al pajarito, aun cuando, abrumado, me escabullía de su inquisición, me perseguían por el jardín, me arrinconaban contra la pared, me bajaban el calzón a pesar de mis protestas. Una curiosidad tan recurrente equivalía a la confirmación de la importancia del atributo.
Ignoraba hasta qué punto. Accedía a un nuevo estatus, el de macho. Ahora que mi péndulo se balanceaba como es debido entre las piernas, podía desdeñar la compañía de las mujeres, dejar el gineceo, acompañar a mi padre al hamam, ocupar un sitio en el círculo de sus amigos, simplemente él diría que soy su hijo... En la mesa me servirán después de él, antes de mi madre. Podía salir a la calle cuando quisiera, incluso por la noche durante el Ramadán, jugar a las cartas, tener estudios, proferir groserías. Todas esas prerrogativas ocurrirían de golpe, pronto colocarían delante de mi nombre el prefijo Si-, todo esto a causa de (o gracias a) un apéndice que se habían tomado el trabajo de podar como se poda un árbol.
Aprendo a despreciar a las mujeres, ya la sola palabra es una injuria, que lanzo en la cara a mis enemigos, los jugadores del equipo contrario, sus seguidores, a los que insulto desde las gradas, un rival con quien compito para conquistar a una chica, los que viven en otro barrio, otra ciudad, todos hombres-mujeres, que usurpan la apariencia de la masculinidad para ocultar mejor la vileza de su feminidad. Noción mucho más amplia que la anatomía. Eran mujeres los que no pertenecían al clan. Mujeres los extranjeros, si acaso uno de ellos venía a meterse con nosotros, desdichado él, seguramente lo hacía para quitarnos a las nuestras, o al menos para codiciarlas. Abominación. Mujeres los que huían apedreados, el que, provocado, se retira de la batalla o el que lloriquea tras caer derrumbado sobre la grava, cubierto de sangre, el que no defiende con patadas y puños el honor de su familia, su barrio, su ciudad. Mujer incluso el que, después de una paliza, corre a llorar en los brazos de su madre, denuncia al adversario ante su padre, su hermano o maestro. Un código de honor, que aprendía a diario.
El mundo se ha puesto en orden. De un lado los señores y del otro, no esclavos, no, pero sí seres lastimosos que inspiran piedad, indefensos (la carta de virilidad exigía que se les debiera protección), codiciados, hechos para obedecer, sus cuerpos tienen el único fin de servir al placer, pero para nada al propio, bajo pena de caer en el oprobio de las mujeres perdidas que, precisamente, no sienten placer, por profesión. Una división del mundo. Dios así lo quiere, dispone a los humanos en estratos, los de arriba y los de abajo.
Un ruido de estampida me alarma, risas, gritos agudos, salgo al patio. Mabruka y mis primas rodean a una desdichada en harapos, que aprieta su falda con las manos contra las piernas, que se sacude, trata de escapar de la manada con la energía de la desesperación. Inexorable, el círculo se cierra sobre ella, la sujetan por la cintura, la tiran al suelo sin contemplaciones, ella pega aullidos de animal acorralado, una le tuerce el brazo por detrás de la espalda, las otras le abren las piernas, dejan a la vista sus muslos cubiertos de escamas y costras, hurgan entre las cuerdas para descubrir la entrepierna. Echando un vistazo por encima de las atacantes, distingo una maleza enredada donde anida una especie de órgano, ¡estupor! Una raja, sí, pero coronada en la punta con una verga en miniatura. Del choque, sueltan a su presa que se escapa a toda prisa, con el mismo aire de espanto en el rostro.
Un juego cruel, pero banal, a fin de cuentas, no es la primera vez que se persigue a un pobre de espíritu. Con la pubertad, la imagen de la hermafrodita me viene a la memoria, ese desprecio de la naturaleza, ese error anatómico generaba desconcierto. Existían entonces seres que no eran ni hombres ni mujeres, uno y otro y ninguno de los dos. ¿Dónde ubicar a estas criaturas híbridas en la nomenclatura del mundo? Dios, que nos había creado a todos, y a ellas igualmente, ¿acaso se habría equivocado al crear a esa? ¡Imposible! Jamás se equivocaba, no podía equivocarse. Él que había creado los seres animados, el mar, las montañas, el sol y la luna, la lluvia y el buen tiempo, ¿cómo había hecho semejante ser?, ese mutante detenido en su mutación, esa criatura fuera de la norma que huía, con la baba en los labios y los cabellos revueltos. La frontera tan clara entre los sexos se revelaba porosa, si se podía ser esto y aquello, sol y luna, hombre y mujer, ya nada era seguro.
El primer sismo fisura los pilares de la Creación.