Situs solitus
Matías Alinovi
Quienes hayan cursado con él, en los largos años que enseñó filosofía moderna en Puan, conocerán la historia. A esos no tengo nada que contarles. Y pensarán, tal vez, que no le hago justicia, que cuento mal, que las cosas no ocurrieron así. Porque habrán oído la historia contada por él mismo, en esa encrucijada sobrenatural del curso en que inopinadamente todo parecía determinado, desde el primer día, a que nos explicara a los alumnos cómo había alcanzado aquella condición insólita: y entonces nos miraba de frente, mientras escribía en el pizarrón.
Como si las constelaciones históricas que alumbraron la filosofía moderna hubieran preparado, además, su accidente, y eso quedara certificado en el relato. Lo único que espero es que otros no hayan decidido contar lo mismo que yo. Es casi imposible pensar en Marco Aurelio Severino, en las malformaciones orgánicas de la inversión especular, en la dextrocardia, o en la idea misma de la simetría, y no acordarse de él. Por lo menos, para mí.
Se llamaba Oscar Antonio Onireves1. En los años sesenta, cuando era muy joven, había partido a hacer un doctorado en Leicester, en el centro de Inglaterra. ¿Por qué en Inglaterra, por qué en Leicester? No lo sé. El tema que había elegido no lo destinaba particularmente al lugar. Quería ocuparse de la contribución de algunos pensadores menores, excéntricos, al nacimiento de la filosofía moderna.
Era la Inglaterra de los años sesenta. Uno la imagina esencialmente aburrida y vagamente contestataria. Onireves no conocía a nadie. Pasaba las horas leyendo en la biblioteca monumental, almorzaba solo en la cantina, nadaba en la pileta de la universidad2, no compartía el cuarto con ningún otro estudiante. No salía del campus. Hacía esa vida de monje laico a la que llevan los estudios superiores en el extranjero. ¿Qué podía pasarle en esa monotonía? Nada, o casi nada, como no fuera una conmoción de orden intelectual.
Y esa conmoción ocurrió.
Ya había leído, sin mayor entusiasmo, las noticias que un tal Luigi Accattatis daba sobre un médico calabrés del siglo XVII, Marco Aurelio Severino. Onireves pidió entonces la Zootomía democritea, el tratado que Severino había publicado en Núremberg, en 1645, lo leyó y descubrió que era un libro desde todo punto de vista extraordinario3.
En aquel tratado, el primero conocido de anatomía comparada, Severino había acuñado el neologismo zootomía para referirse al análisis de los animales “hasta la indivisibilidad”. Según el autor, la idea pertenecía al filósofo atomista Demócrito, que debía ser considerado, en consecuencia, como “el primer zootomista de la historia”. Era una identificación confusa pero entendible: Severino había pertenecido a la misma corriente de pensamiento que Telesio, que Bruno, que Galileo, y compartía con ellos la firme oposición a Aristóteles.
En Nápoles, como primer cirujano del Hospital de los Incurables, Severino había contribuido al desarrollo de la escuela médica del “hierro y del fuego”, que prescribía el “medicar crudo”, es decir, el empleo de procedimientos quirúrgicos brutales. Allí había efectuado innumerables disecciones de hombres y animales, y había dejado indicaciones precisas sobre el modo en que debían practicarse: recomendaba, entre otras cosas, el convertirse en ambidiestro. Había estudiado el veneno de las serpientes; había participado en las pericias médicas de un proceso de canonización; había demostrado, en oposición a Aristóteles, que los peces respiraban; había escrito un tratado sobre la filosofía del ajedrez. Había muerto de peste en 1656.
Pero, sobre todo, Severino había descripto por primera vez, en 1643, una de las malformaciones que luego serían conocidas como situs ambiguus, la dextrocardia, el desplazamiento congénito del corazón hacia la derecha.
No queremos entrar en consideraciones prolijas que nos alejen del propósito de esta nota. Digamos, simplemente, que Onireves enloqueció con la noticia de la dextrocardia. Entendió que Severino tenía que haber vivido aquel descubrimiento del corazón a la derecha como una victoria definitiva sobre Aristóteles, como la entrada en una ontología inédita, en una filosofía nueva, moderna. Si en el sistema aristotélico las cosas tenían su lugar natural en el universo, de algún modo lo esencial era su sitio. Y sin embargo, contradiciendo ostensiblemente aquella idea, Severino mostraba al mundo, en un tórax abierto al azar, un corazón desplazado de su lugar natural, que no había perdido, sin embargo, su verdadera esencia: seguía siendo un corazón. Onireves creyó entender que la modernidad había empezado en aquel preciso momento en que, gracias al descubrimiento fortuito de Marco Aurelio Severino, moría la vieja ontología aristotélica de la posición y nacía la nueva ontología funcional.
Otras consideraciones, relacionadas con la simetría4, contribuyeron a dar cuerpo a la idea de Onireves y lo convencieron –es la ilusión intelectual más corriente– de que había dado con la clave interpretativa de una vastedad incalculable de fenómenos. Pensó que guiado por aquella idea originaria podría explicarlo todo, o casi todo.
Trabajó mucho –era joven, estaba solo, estaba entusiasmado–. Preparó una monografía en la que desarrolló la idea central de la ontología funcional; pensaba utilizarla luego, a la hora de redactar el texto definitivo de la tesis. Una tarde, al final de aquel escrito preliminar, anotó: “Las cosas no son lo que son porque están donde están, son esencialmente lo que hacen, son aquello para lo que nos sirven. Nosotros ya no percibimos esa idea: vivimos en ella. Pero en el siglo XVII un hombre la pensó, acaso por primera vez, al dar con un órgano increíblemente desplazado”. El único valor de aquellas oraciones finales era profético, pero entonces Onireves no podía saberlo. Estaba contento. Pensó que en el último mes no había abandonado el campus de la Universidad de Leicester. Oscurecía, aunque no debía ser muy tarde: la noche llegaba pronto en Inglaterra. Se dijo que saldría hacia la ciudad, a tomar una cerveza, a comer algo.
Salió de la biblioteca, atravesó los portones negros del campus y caminó unos quinientos metros a través de un parque oscuro y arbolado. Llegó a una avenida de dos manos, mejor iluminada, con boulevard en el medio, y vio, del otro lado, el restaurante que buscaba. Era italiano. Leyó el nombre, en letras pintadas sobre el vidrio: Al solito posto. Fue lo último que vio. O mejor, lo último que después recordaría haber visto. Porque entonces puso un pie decidido en la calzada y creyó entender un ruido que no había entendido antes: vivió la inminencia palmaria de entenderlo tarde. Después hubo una nube gris, o negra, y una expansión que lo incumbía, y ya no hubo nada más.
En el hospital del campus le explicaron que lo había arrollado un ómnibus. Que confundido por el sentido inverso de la circulación, no había mirado hacia donde debía mirar. Le dijeron también que en el accidente había perdido los dos brazos, pero que un equipo de los mejores cirujanos de la facultad de medicina se los había vuelto a injertar.
En los días que siguieron lloró muchas veces. Era joven, estaba solo, tenía los dos brazos vendados. No podía verse las manos, no podía leer. No entendía lo que le decían, no todo. Pasaba las horas en la cama, mirando hacia arriba. Cada dos o tres días un médico joven, siempre el mismo, venía a verlo acompañado de dos o tres médicos más, siempre distintos. Le quitaban las vendas de las manos, se las miraban, primero con sorpresa, después con aprobación. Onireves no podía ver lo que veían, no les veía más que las caras gesticulantes por encima de la tela que las enfermeras desplegaban.
Un día, el médico de siempre vino solo. Se presentó, dijo que se llamaba Harvey y que era el primer cirujano del Hospital de la Universidad de Leicester. Parecía dispuesto a conversar. Quiso saber qué estudiaba Onireves en la universidad. Él le explicó que era filósofo –oh, la filosofía, dijo Harvey,¿no está en la base de todo lo que hacemos?–, y que estaba escribiendo una tesis sobre un médico napolitano del siglo XVII. Hablaron de la dextrocardia. Harvey le dijo que había visto un solo caso en toda su vida. Hablaron del accidente, y del sentido inverso de la circulación, y de las innumerables confusiones que traía. Los médicos también nos confundimos, dijo Harvey, aunque aseguró, riendo, que este no había sido el caso, desde luego. Después dijo cosas que Onireves no entendió, mientras le quitaba la venda de la mano derecha con una tijera. Cuando el médico terminó de cortar y desenrollar, Onireves pensó que no entendía lo que estaba viendo, del mismo modo que antes no había entendido lo que Harvey le había dicho, pero que de algún modo las dos cosas estaban relacionadas. Lo primero que vio fue que los dedos estaban manchados de sangre, o de iodo; luego, que no estaban en su lugar, que habían sido desplazados. Entendió que en ese desplazamiento había un orden: el pulgar estaba más lejos, el meñique más cerca. Miró a Harvey. El médico movía la boca lentamente para explicarle: injertamos la mano izquierda en el brazo derecho.
Y la mano derecha en el brazo izquierdo, desde luego. ¿Por qué? ¿Por un error inconcebible? En los días que siguieron el joven Oscar Antonio Onireves, solo en un hospital lejano, le hizo la misma pregunta a los médicos, a las enfermeras, a los terapeutas y a los psicólogos que pronto aparecieron: nadie le dio nunca una explicación satisfactoria. La última vez que hablaron, Harvey le dijo que la cosa no había podido hacerse de otra manera, le aconsejó mirar hacia adelante y le aseguró que él mismo supervisaría la rehabilitación. Pero nunca más lo visitó. Con el tiempo, era previsible, Onireves se acostumbró a su nueva situación. Volvió al país, se dedicó a la enseñanza, desarrolló algunas capacidades menores. Lo demás es conocido. Todos sus alumnos recordamos que era capaz de escribir de espaldas al pizarrón, mientras nos miraba de frente.